Fue Alfonso Guerra quien dijo -tras la victoria del PSOE en 1982- que se puede morir de éxito. Tardó lo suyo el PSOE en morir de éxito: dieciséis años hasta la «dulce derrota» frente a Aznar -otra definición memorable de Guerra-, pero al final perdieron las elecciones, porque en democracia nada es eterno. Esa es una de las ventajas de la democracia, que lo nuevo acaba por ser viejo y lo sustituye otra cosa. Casi siempre ocurre dentro del propio sistema, incluso dentro de los partidos que sostienen el sistema, pero en ocasiones se articulan partidos completamente nuevos. Ahora, con la llegada de Podemos y Ciudadanos, hemos inventado la idea de que es extraordinario que dos partidos nuevos consigan colocarse en el patio político con tanta rapidez y contundencia. Pero ni Ciudadanos es tan nuevo, ni es tan raro que en tiempos de crisis aparezcan con fuerza partidos diferentes: ha ocurrido en casi todos los países mediterráneos europeos antes que en España, y lo realmente asombroso es que aquí no hubiera ocurrido ya, que el sistema de la Transición prevaleciera casi cuarenta años.
En Europa hemos visto que con el paso de una o dos legislaturas, los partidos nuevos o se desinflan o se adaptan y sustituyen el discurso y la práctica de aquellos a los que precedieron: cuando triunfan, la izquierda radical se hace socialdemócrata, el centro derecha se une a la derecha y la ultraderecha se modera. Las democracias se consolidan articulando mecanismos sociales que protegen el imperio de la mayoría. Pero eso no quita que algunos partidos centenarios puedan desaparecer, ser arrastrados por la pujanza de otros o por sus propios errores. La corrupción se llevó por delante al Partido Socialista Italiano, y el golismo involucionó hasta su total desaparición, aunque parte de sus ideas prevalecen en los partidos conservadores franceses.
Para el PSOE, la situación política creada por la irrupción de Podemos supone un riesgo efectivo de desaparición. El PSOE ha sido capaz de ganar estas elecciones frente a la «nueva» izquierda y podría resistir manteniendo sus ideas y sus políticas y esperando a que Podemos se sitúe en la extrema izquierda, algo que ocurrirá inevitablemente si el PSOE no le regala su sitio, como ha venido haciendo hasta ahora. Porque el verdadero problema del PSOE no es Podemos. Es la ausencia de un proyecto político que articule y aglutine a los propios socialistas. Zapatero creyó que la gran oferta del socialismo a una ciudadanía desapegada de los partidos era copiar el funcionamiento del partido demócrata estadounidense. Lo hizo para reforzar su propio liderazgo, y de paso se cargó cien años de tradición socialdemócrata, millares de liderazgos internos costosamente construidos y la coherencia nacional en las decisiones. La apertura asamblearia a los simpatizantes, las primarias y la ausencia de un poder central que sea capaz de meter en cintura a los barones regionales han convertido hoy el PSOE en una jaula de grillos. La respuesta del PSOE a la confianza y el voto de cinco millones y medio de españoles es instalarse en una melé ombliguista, una pelea constante por el poco poder que queda para repartir.
Volviendo a Alfonso Guerra: si es verdad que se puede morir de éxito, lo es mucho más que se suele morir de fracaso. Y eso es lo que va a pasarle al PSOE como sus dirigentes no espabilen pronto.