Yo, que tantos hombres he sido, me veo ahora siendo aquel que a nadie le gustaría ser. Así, parafraseando el lamento que Borges le imaginó a un poético Heráclito, podría expresarse, si alguien quisiera prestarle atención, el exjugador de balonmano, el exdeportista olímpico, el exalumno de empresariales y de ESADE, el exejecutivo de una entidad sin ánimo de lucro, el exconseguidor, el ex yerno modelo, el excuñado, el exduque (de Palma y emPalmado) y en estos momentos inminente ocupante, durante varios meses, de un lugar en el banquillo de los acusados ante la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca.
Qué contraste, tan abrupto como cruel, con los tiempos en los que todo parecía sonreírle. Los de los éxitos deportivos y la juventud magnética y dicharachera que lo hacía popular a los ojos de todos los que se cruzaban con él. Los del acceso, por vía de infanta, al reservado espacio de los elegidos, esos que en su sitio de preeminencia esperan a que sean otros los que desfilen para estrecharles la mano y doblar la cerviz (ellos) o perpetrar una precipitada y a menudo torpe genuflexión (ellas). Aquellos años de ser el centro de la reunión, con prodigalidad de honores, agasajos y escoltas, que en teoría velan por la seguridad pero a la postre te llevan de aquí para allá en una burbuja de atención que te salvaguarda del roce con los demás mortales. De las mil y una servidumbres, de los frecuentes e incómodos peajes que a uno le incumben por el mero hecho de vivir en sociedad.
Todo eso (salvo una escolta residual que vela más por su esposa) voló; con el cariño, la gloria, el ducado y la riqueza acumulada al calor de aquellos hados propicios que hoy sólo son sombras en su memoria. En la hora de su caída, Iñaki, en otro tiempo don Iñaki, está solo y ni siquiera se le concede el derecho de ser el protagonista de su propio descalabro, aunque sean nada menos que diecinueve y medio los años de prisión que le pide el fiscal. En el trance de su enjuiciamiento acude como comparsa de aquella a la que debió buena parte de su fortuna pretérita y ahora debe su manutención diaria: la hermana e hija de rey que teniendo muchas menos, acaso muy pocas probabilidades de resultar condenada a una pena que en todo caso sería muy inferior, es el centro, la estrella absoluta e indiscutible de esta segunda parte tenebrosa del cuento. A ella apuntarán todos los fotógrafos, de lo que a ella le suceda se ocuparán con preferencia todos los cronistas; con su alivio, si sale absuelta, o su condena, si los jueces no le son benignos, se escribirán los titulares.
Dicen que el exduque acude resignado a un juicio del que se ve con muy pocas posibilidades de no salir despachado a un centro penitenciario, aunque pueda concedérsele la prórroga del tiempo que tarde en resolverse el recurso que se presentará con toda seguridad contra la sentencia. Dicen que en su mente, atormentada por el infortunio, ya se ve como algo más que ese acusado algo borroso al lado de la infanta: como el interno al que, esta vez sí, se le dará el derecho de representar el papel central del drama que suceda en la celda que le adjudiquen.
Llega la hora de su juicio y ni siquiera lo suyo, así sea como consorte, se halla en el epicentro de la actualidad. Esa Cataluña que acogió sus días dorados, como una especie de signo de lo funesto de los tiempos, emprende el mismo día que a él van a empezar a juzgarlo un viaje más allá del horizonte, rumbo a un mar desconocido donde él no tendría cabida ni aunque hubiera conservado aquella dignidad de la que se le despojó. Lo que pesa sobre él es la aplazada purga de viejas faltas; el presente convoca a otros afanes, otras inquietudes, otras ilusiones.
En esta hora, sin que excuse las ventajas de que gozó ni las astucias de que pudo valerse, Iñaki se perfila como uno de esos desdichados que la pagan. Por los que nunca la pagarán.