Todos han puesto la directa: candidatos y medios. Nadie quiere quedarse atrás ni dejar de aparecer. La campaña ¿o la batalla? se libra en los medios (las teles, preferentemente) y en las redes. Y hay que tomar posiciones y establecer prioridades. Se puja por las innovaciones en los formatos, incluyendo menores, visita a hogares o vertientes humorísticas. Se trata de introducir reclamos unos para enganchar a la audiencia y para lanzar mensajes otros incluso donde el territorio es hostil. Quienes criticaron abiertamente a Pedro Sánchez cuando una tarde ‘osó’ entrar telefónicamente en directo en un infumable programa de Tele 5,hoy se refocilan con aquel baile de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría en el plató. Aquellas entrevistas con un jefazo de los informativos de la casa o con algunos periodistas de postín invitados han quedado anticuadas. No digamos de los bustos parlantes: serían el pleistoceno.
La batalla está en las pantallas. Hay que aparecer en todas las cadenas y en las franjas horarias de máxima audiencia. Más trabajo para los estrategas y equipos de campaña, buscando las emisiones más favorables (que no coincidan con transmisiones deportivas) y fortaleciendo la telegenia de sus aspirantes. Los votos se ganan con presencia televisiva, para la que probablemente basten unas frases hechas e inteligibles, no sea que la contención del déficit público o la oferta programática sobre la creación de empleo sean despachadas por quienes entrevistan antes de que la audiencia cambie de canal en busca de una película o de un entrenamiento menos rolloso. Con la simplicidad por bandera, primera enseñanza, ya saben: cuanta más distensión, mejor.
Cómo será el espectáculo de atrayente que alguna cadena ha decidido incluso repetir la fórmula de un programa que cambió -dicen- los debates en este país, cuando la realidad, según se supo a posteriori, era muy diferente, pactos internos y político-mediáticos incluidos. Una cafetería, el domicilio, un parque, la orilla, el compartimento de un tren… cualquier espacio es válido para lucir cualidades.
¿De quién es la culpa si los políticos se prestan a aparecer cocinando, bailando o jugando al futbolín, si se pliegan para ser imitados o parodiados por dobles, por ellos mismos? Ni la obsesión por chupar cámara, por ocupar espacio y tiempo, justifica este papel en el espectáculo que nos brindan. Y esa es la cuestión: ¿será rentable, congruente y positiva esta nueva forma de hacer política? Uno duda, sinceramente, de que con estos planteamientos la política y sus actores recuperen credibilidad, se disipen las repulsas y se evapore la desafección.
De momento, han conseguido incrustarse en la tan denostada batalla de las audiencias. Criticaban la feroz competencia y su todo vale. Ahora se prestan y la acentúan. Ahora son parte del espectáculo.
Más limpiadita política.