MARÍA MARTÍN.- Bajo una cortina de lluvia constante, la llama que trajo los Juegos Olímpicos a Río de Janeiro se apagó a las 22:30 horas de la noche carioca. Los Juegos en la Ciudad Maravillosa, cuestionados hasta el último momento por el virus del Zika, el terrorismo o el transporte, han sido un éxito, celebrado con una ceremonia modesta y mucho menos fresca que la de apertura, pero que culminó con el estadio del Maracaná convertido en un sambódromo con el barrendero “Sonrisa”, figura popular del carnaval carioca, y la supermodelo Izabel Goulart bailando samba como si el mañana no existiera.
La fiesta, idealizada por la diseñadora de carnaval Rosa Magalhães, que también se encargó de la apertura de los Juegos Panamericanos de 2007, no alcanzó la creatividad de la ceremonia con la que se inauguraron los Juegos, y repitió algunos elementos, como el homenaje al aviador Santos Dumont. Sin embargo, rindió tributo a la cultura brasileña menos conocida por los extranjeros y olvidada, en muchos casos, hasta por los propios brasileños. Aunque Carmen Miranda y el carnaval carioca ayudaron a internacionalizar la ceremonia, también se rememoraron las pinturas rupestres de la Sierra de la Capivara, en el Estado de Piauí, que son patrimonio mundial de la UNESCO, la cultura indígena y las tradiciones brasileñas, como los encajes de bolillos o el modelado en barro, material con el que todavía se construyen muchas casas en el interior del país.
Doble homenaje se les rindió a los 50.000 voluntarios que trabajaron gratis los 16 días del evento, y en algunos casos muchas más horas de las acordadas y sin suficiente comida: primero con una versión exclusiva del cantautor brasileño Lenine y después en los discursos oficiales de las autoridades olímpicas. “Valeu, voluntários! [¡Gracias, voluntarios!]”, dijo el presidente del COI, Thomas Bach, imitando la jerga carioca. A pesar de los elogios que dirigió a la anfitriona, Bach evitó afirmar que estos fueron los “mejores Juegos de la historia”, una frase que los representantes del COI repiten desde los Juegos de Barcelona, en 1992. Bach se limitó a hablar de los “Juegos Maravillosos en la Ciudad Maravillosa”. “Hacer los Juegos en Río ha sido un gran desafío. Un desafío que ha sido todo un éxito. Me siento orgulloso de mi país, de mi ciudad y de mi gente”, dijo el presidente del comité organizador, Arthur Nuzman, en un discurso muy similar al de la inauguración.
Como ya es tradicional, los vencedores del maratón masculino, la última prueba y la más clásica, la que recupera las raíces griegas de los Juegos Olímpicos, han recibido sus medallas durante la ceremonia. Las ovaciones no solo han sido para el vencedor, el keniano Eliud Kipchoge, sino también para el medallista de plata, el etíope Feyisa Lilesa, que confesó que teme que le maten cuando vuelva a su país. El corredor conmemoró su llegada a la meta cruzando los puños sobre la cabeza en señal de protesta contra la represión que sufren los manifestantes en su país. “El Gobierno etíope está matando a mi gente. Mi familia está en la prisión y, si hablan sobre derechos democráticos, serán asesinados”, acusó.
La entrega de la bandera olímpica a la gobernadora de Tokio, Yuriko Koike, de las manos del alcalde de Río de Janeiro, Eduardo Paes, representó el relevo del desafío olímpico. Tras los Juegos de Río 2016, se inaugura un nuevo concepto, más austero, de producción de megaeventos. Tokio presentó a su ciudad como una anfitriona divertida y moderna, hasta al punto de hacer surgir al primer ministro japonés, Shinzo Abe, de una enorme cañería verde en el centro del escenario luciendo la gorra de Super Mario Bros, en homenaje al más famoso fontanero de Nintendo.
Con la ausencia del presidente interino de Brasil, Michel Temer -abucheado en la ceremonia de apertura- Río apaga, finalmente, la llama olímpica que ha alimentado sus sueños por lo menos durante dos semanas. Solo volverá a brillar en Tokio en 2020 y, hasta entonces, Río tendrá que enfrentar el enorme desafío de la realidad. Una ciudad amenazada por el desempleo tras los Juegos, una red estatal de hospitales y escuelas en situación precaria, las cuentas del Estado en números rojos y una grave crisis de seguridad que se sentirá cuando los 85.000 militares y policías movilizados para los Juegos vuelvan a sus funciones y los focos de la prensa internacional y la última luz del Maracaná se apaguen. Será entonces, en el silencio de la resaca olímpica, cuando Río tendrá que mostrarse verdaderamente victorioso.