«Mi deseo es que esta luz de amor decembrina nos alumbre todo el año 2017, que será el año de nuestra Venezuela victoriosa e indestructible«. Nicolás Maduro, tambor en mano, y Cilia Flores, primera combatiente revolucionaria, acompañando con maracas en medio de un animado grupo parrandero, como si nada estuviera pasando. El primer mandatario ha felicitado oficialmente a sus compatriotas, animándoles a comer hallacas y a prender la luz, «que es diciembre», como si se tratase del país más feliz del planeta.
Pues ni una cosa ni otra: las hallacas, el plato navideño más tradicional, es un producto casi inalcanzable y las luces están apagadas en las peores fiestas de varias décadas, pese a que el país dispone desde hace tres años de un viceministerio para la Suprema Felicidad Social. Tan oscuras son que desde el oficialismo no se animan a repetir con la habitual desmesura revolucionaria aquello de «Feliz Chavidad», el lema de otros años de la propaganda bolivariana.
Salvo por supuesto algún entusiasta, como el ministro de Educación, Rodulfo Pérez, que dio por terminado el periodo de clases de esta guisa. O una niñita de 8 años, obligada a cantar en una retransmisión televisiva, junto al presidente, una desafinada «Chavidad, Chavidad, dulce Chavidad, en un día de alegría y felicidad con Nicolás Maduro».
«Es una burla. El presidente pasándola chévere y yo trabajando en la noche de Navidad cuando ni una hallaca hemos comido en mi familia, ni siquiera mis hijos han hecho estreno este año», se queja Enrique H, de 38 años, chófer de Guarenas (extrarradio de Caracas), en cuya terminal de autobuses se han sucedido varios paros provocados para subir los precios del transporte, que el gobierno intenta mantener artificialmente.
Los venezolanos no tienen ningún motivo para celebrar. «Es la peor Navidad de mi vida», concluye María Fernanda Rodríguez, ingeniera química de 30 años, quien acaba de subir a sus redes sociales la fotografía de un gigantesco árbol de Navidad en un conocido centro comercial en Anzoátegui. «Hacerse la foto con Santa (Papa Noel) costaba 3.000 bolívares, así que me conformé con el arbolito», confiesa.
«No hubo casi cohetes en las calles y el ambiente estuvo muy triste. La gente compraba lo más barato en las licorerías, yo incluso guardé una botella de vino para el 31. En mi familia solo estrenaron los niños (es tradicional un juego nuevo de ropa el 24) y yo me puse un vestido que no me quedaba desde hace 10 años», confiesa la joven, que en el último año ha perdido siete kilos por obra y desgracia de la llamada «dieta Maduro».
La inflación descabellada (en torno al 750%, según el FMI) ha apagado colores y mitigado alegrías en un país al que siempre le ha gustado celebrar la Navidad con exageración. El alto coste de los alimentos y productos básicos obliga a los venezolanos a emplear su dinero en lo imprescindible. La cesta navideña costó una media de 321.324 bolívares, casi 12 salarios mínimos de un trabajador, según el Centro de Documentación y Análisis Social.
«Maduro acabó hasta con las fiestas de Navidad», se lamenta el diputado José Guerra, ministro de Economía en la sombra opositora.
«Hambre, tristeza y crimen son las tres palabras que resumen el perfil de la Navidad venezolana», sintetiza Jesús Torrealba, secretario ejecutivo de la Unidad Democrática, en la misiva enviada al Vaticano.
Los precios están más allá de las nubes, disparados por una inflación que no entiende de celebraciones. El mejor ejemplo son las hallacas, un tamal típico del país, que va más allá de lo tradicional para convertirse en una seña de identidad nacional: ¡ay de aquél que dude de su sabor y encanto! La masa de harina de maíz se rellena de guiso de carne de ternera, cerdo y gallina, más alcaparras, aceitunas, uvas pasas, pimiento y cebolla y se le sazona con un caldo de gallina y especias. Todo ello se envuelve en hoja de plátano, siempre con distintas variantes regionales y personales.
«Y a estas alturas todavía no las hemos comido en casa, cuando mi mujer hace dos años hizo 50. El año pasado ya bajó a 20″, reclama William Rojas, vendedor de 38 años que vive a unos pocos metros del Palacio de Miraflores. Junto a su puesto se la ofrecieron a última hora del día 24 a 3.000 bolívares. Al final se decidió y compró cuatro, para todo la familia, lo que le obligó a trabajar el 25. «Por lo menos estoy vendiendo muchos cigarrillos», añadió el domingo, tras reconocer que no estuvieron tan sabrosas como las de su mujer.
El problema de la hallaca es que la harina de maíz escasea de forma preocupante en las últimas semanas tras un año en la que ha aparecido y desaparecido de los anaqueles, en una especie de ruleta rusa alimenticia. Las carnes, el otro componente fundamental, también han multiplicado sus precios en diciembre, casi un 200%.
Pero aún más difícil es mojarse la garganta con los tradicionales ponches (360 bolívares en 2014, 1.800 en 2015 y más de 10.000 este
año) y el whisky (2.990 en 2014, 24.000 el año pasado y entre 40.000 y
60.000 hoy), que nunca faltaban en la mesa del venezolano, que siempre se ha vanagloriado de ser uno de sus principales consumidores de escocés del planeta. El tradicional pan de jamón saltó de los 800 de 2014, a 2.500 bolívares del año pasado hasta los 7.000, de media, este año.
Caracas continuaba ayer a «oscuras», contando los días para pedirle al año nuevo que pulverice los recuerdos de 2016. Ni luces decorativas, ni fuegos artificiales, ni siquiera un alumbrado público poderoso, como si se tratase de una de esas postales costumbristas que describía Charles Dickens en «Un cuento de Navidad». Eso sí, ninguno de sus fantasmas salvadores ha llegado hasta el país sudamericano para transformar al Mr. Scrooge bolivariano.