Anda el PSOE instalado en ese sinvivir que se apodera de él al menos una vez por generación, enfrentado a tener que elegir entre sus propios complejos y clichés izquierdistas, como quiere probablemente la mayoría de sus afiliados de base, o mantenerse en la tradición moderada que ha sido la espina dorsal de sus políticas desde el inicio de la Transición. Lo que le ocurre hoy al PSOE -el conflicto entre su alma pragmática y su querencia radical- es algo cíclico que los socialistas han resuelto casi siempre, en los momentos críticos o difíciles de su historia, rompiéndose.
Así ocurrió en 1921, cuando la izquierda del PSOE se escindió para dar lugar al nacimiento del Partido Comunista, o cuando el obrerista Largo Caballero pactó con Primo de Rivera en 1923, incorporándose en octubre del 24 al Consejo de Estado de la Dictadura, contra el criterio de los moderados Fernando de los Ríos o Indalecio Prieto. También se rompió el PSOE en plena guerra civil, dividiéndose en múltiples facciones y grupos, y dificultando la conducción de la guerra, en la que los comunistas llegaron a tener un papel preponderante que Juan Negrín intentó reducir. Después del franquismo, donde el PSOE estuvo limitado a un rol meramente testimonial en el extranjero, se produjo de nuevo un serio enfrentamiento entre sectores en 1979. En el 28 Congreso, celebrado en mayo de ese año, se rechazó la propuesta de Felipe González de renunciar al marxismo. La oposición interna, liderada por Luis Gómez Llorente, Francisco Bustelo y Pablo Castellano, logró que los delegados derrotaran la propuesta del secretario general, que renunció a ser reelegido. La dirección fue asumida por una gestora que convocó el congreso extraordinario en el que González impuso la renuncia al marxismo y se hizo con el control absoluto del partido, al que llevó a una victoria aplastante en las siguientes elecciones.
Fue esa la primera vez que el PSOE sobrevivió a un conflicto entre moderados y radicales sin partirse en dos. La duda es si esta vez podrán evitarlo: han pasado 38 años desde que González se hizo con el control del partido, manteniendo en él a los disidentes, y el conflicto entre las dos almas del PSOE vuelve a producirse de nuevo. En esta ocasión se repite el formato que llevó al PSOE a la ruptura en el 21 y en el 38, fruto del crecimiento de una izquierda comunista que mejora sus posiciones y logra atraer a una parte de la militancia socialista. Ahora Pedro Sánchez aspira a hacerse con el control del partido para montar un frente amplio de izquierdas, al que se incorporarían el podemismo y las fuerzas independentistas y republicanas, para intentar hacerse con el Gobierno. Susana Díaz representa la continuidad del PSOE moderado, el mismo que ha logrado conectar en los últimos años con sectores mayoritarios de la sociedad española, y gobernar el país durante 24 de los casi 40 años de democracia.
La pregunta es si el PSOE podrá volver a gobernar, o si la izquierda española está definitivamente rota entre el PSOE y Podemos y sus confluencias y alianzas. La mayoría de los afiliados del PSOE cree que esto es una cuestión de liderazgos personales, de simpatías o de ideología. Son más radicales que sus líderes, y desean la unidad de la izquierda. Pero pueden acabar perdiendo su propio partido. Porque lo que se dirime en esta pelea es precisamente el papel que han de jugar los socialistas en los próximos años: un rol moderado y autónomo, o uno radicalizado, que resucite un frente amplio o popular de las izquierdas.