Me habrán oído hablar, en los últimos meses, de la importancia de la estabilidad en la escena política canaria. Y esto se ha interpretado de diferentes maneras, según el punto de vista que se aplicase y la traducción –a veces, interesada– que se pudo haber hecho sobre cuáles serían los próximos pasos que daría el Partido Popular en Canarias. Estoy convencido de que los valores de la estabilidad son los más necesarios en tiempos de incertidumbre y en esta nueva etapa, en la que me toca liderar nuestra formación política en las Islas, los voy a defender para que sean nuestro rasgo distintivo.
El tiempo transcurre vertiginoso y a veces nos hace perder la perspectiva. Por eso, conviene recordar que tras las elecciones de diciembre de 2015 pasamos los españoles doce meses de una incertidumbre política que resultó inusual para una democracia consolidada como la nuestra. La dispersión de parte del voto llevó a una distribución de fuerzas parlamentarias que, sumada a la intransigencia de algunos, volvió imposible el acuerdo de investidura y tuvo como consecuencia la repetición de elecciones generales en junio pasado. Tras esta nueva cita electoral, algunos de los actores reconsideraron sus posiciones iniciales y, como fruto de ello, Mariano Rajoy pudo, aunque en minoría, ser investido para un nuevo período de gobierno. ¿Qué fue lo que sucedió entre una y otra llamada a las urnas? Primero, un premio de la ciudadanía al Partido Popular, que vio crecer su apoyo y representación; y segundo, una nueva actitud por parte de los que supieron leer la voluntad mayoritaria y facilitar una salida al atolladero en que nos encontrábamos.
Entremedio, fuimos testigos de dos diferentes modos de ver los asuntos públicos. Por un lado, aquellos que hicieron de la política un espectáculo en el peor sentido de la expresión, los que basaron su estrategia en el grito y la radicalidad, cuando no en la falta de respeto y hasta el insulto. Decían ser la nueva política, pero del otro lado tuvieron la que, en realidad, entiendo que es la verdadera nueva política: la de la moderación y el consenso, la de la búsqueda de acuerdos y los puntos de entendimiento.
Estos principios son perfectamente aplicables también a la hora de pensar en la cosa pública de nuestro archipiélago. Y puedo comprometerme a que allí donde los consensos peligren, estaremos los populares canarios para buscar el acuerdo. Que allí donde los nubarrones del desgobierno amenacen la prestación de servicios públicos, estaremos los populares canarios como garantía de que nadie quede sin la debida atención. Y que allí donde las desavenencias y el ruido parezcan ocuparlo todo, los populares canarios recordaremos que la calma y la perseverancia son el único camino seguro de éxito. No somos perfectos ni mucho menos infalibles, pero no vamos a colaborar, en absoluto, a que la insatisfacción, el cansancio o el desánimo sigan siendo la respuesta ciudadana cada vez que se piensa en la política. Tanto si le ponen el epíteto de “nueva” como el de “vieja”. Ya que de lo que deberíamos estar atentos es de la aplicación de buenas políticas y del abandono de las malas. La dicotomía no la entiendo como entre lo nuevo y lo viejo, sino entre lo bueno y lo malo. Especialmente, si tenemos en cuenta que aquellos que se presentan parapetados con la vitola de lo nuevo, en realidad esconden no solo lo viejo, sino simplemente lo malo.
Los españoles debemos sentirnos orgullosos de lo que hicimos durante la Transición. Simplemente, porque lo hicimos bien y porque ha funcionado. Porque en aquel contexto se encontraron espacios de acuerdo que permitieron dar pasos firmes a nuestra joven democracia. ¿Es acaso una idea vieja la de articular consensos que impliquen mutuas renuncias? ¿es acaso una propuesta anticuada la de abandonar los prejuicios de un banderismo arrojadizo y sustituirlos por el crédito mutuo, por la confianza en el otro? Quizá, deberíamos pensar en que el esquema de “vieja política-nueva política” es una falsa opción, es una dicotomía engañosa porque nos escamotea elementos de juicio, porque carece de perspectiva histórica y, sobre todo, porque no nos deja llegar a la conclusión más importante, que no es otra que la que nos marque el sendero de la buena política. De algo estoy convencido, y es de que al fin y al cabo podremos hablar de una verdadera de novedad el día en que recuperemos aquellos valores de la Transición, en que demos muestras de nuestra madurez como responsables públicos y en que convirtamos en nuevo lo que es, sencillamente, bueno.