«A mí me gusta ser fontanero». Así se expresaba Pedro Sánchez en 2011, poco después de que los periodistas parlamentarios le dieran el premio al diputado revelación. Aficionado al baloncesto, el exconcejal socialista en el Ayuntamiento de Madrid entraba por primera vez de rebote en el Congreso tras la renuncia del exministro Pedro Solbes a su escaño. Alababa entonces a su mentor, José Blanco, con quien ahora tiene una nula relación. Le ubica en ese PSOE de los «notables» que ha denostado durante la campaña de primarias y al que se ha impuesto con el voto directo de las bases.
Con la derrota electoral de 2011 –que Sánchez atribuye a las políticas de derechas llevadas a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero en el estallido de la crisis y que él apoyó desde el escaño–, volvió a quedarse fuera del Congreso. Tras un corto periodo en una universidad privada, volvió al Parlamento en enero de 2013 para sustituir a otra exministra: Cristina Narbona que, junto con Josep Borrell, es una de las (pocas) figuras de la vieja guardia socialista que le ha apoyado.
Un desconocido Sánchez llegó a Ferraz en 2014 impulsado por los aparatos territoriales. Susana Díaz le eligió para derrotar a Eduardo Madina, a quien temía enfrentarse en primarias. Los dos han sido vencidos esta vez por su rival común. Sánchez prometió a la presidenta andaluza que sería secretario general, pero Díaz entendió que le dejaría vía libre en las primarias para la presidencia del Gobierno. Díaz, Tomás Gómez, Ximo Puig, Zapatero… se pusieron entonces de su parte.
Sánchez no pretendía ser una marioneta y no tardó en desvincularse. Anunció rápido su intención de presentarse a las primarias para competir por la Moncloa. Ahí empezó su distanciamiento de Díaz, cuya primera crítica fue la estrategia de comunicación de la dirección. Los resultados «históricos» del PSOE en el 20D profundizaron la crisis, y Díaz amagó con coger el AVE hacia Madrid, pero se echó atrás. Sánchez fracasó en su intento de residir en La Moncloa. Y llegaron las segundas elecciones, que dejaron el mismo escenario endiablado.
Aunque se planteó la abstención, Sánchez sabía que podía suponer el fin de su carrera política y decidió seguir hacia adelante con el «no es no» a Rajoy, que se convirtió en su estandarte. Dice que le convenció Rajoy de mantener su negativa pues pretendía no ya el voto en blanco de los socialistas en la investidura, sino el apoyo en toda la legislatura.
«Quien hace la abstención, la paga», reconocía un presidente autonómico en plena riña soterrada sobre qué debía hacer el PSOE en el mes de julio del pasado año. El vaticinio se cumplió varios meses después. Los movimientos hacia el voto en blanco comenzaron y el secretario general encontró en la militancia su baza: un congreso para que los afiliados decidieran el rumbo del partido.
Los dirigentes territoriales le ganaron el pulso y se vio obligado a salir de Ferraz. También a abandonar el escaño. Tuvo dudas sobre su futuro, pero consiguió armar un discurso insurgente frente a los poderes del partido y avivar a la militancia, como ha demostrado la alta participación en las primarias. El 15-M del PSOE, según lo han definido algunos socialistas.
Sánchez reconquista el PSOE, esta vez sin el apoyo de los barones más poderosos. Vence a Susana Díaz, a la que deja tocada y se impone a quienes le humillaron y luego le despreciaron. Pero no lo tendrá fácil: tiene que recomponer los lazos con las estructuras territoriales y lo que puede resultarle más complicado, según reconocían en su entorno hace unos días, no defraudar a los que ha ilusionado.