Todos los síntomas apuntan a un creciente desprecio de los ciudadanos por la política. Los sondeos demuestran un creciente desapego por los partidos y atribuyen a la gestión de los asuntos públicos un déficit de legitimidad, que se une a la percepción de una gigantesca crisis de eficiencia. Los motivos de esa deslegitimación tienen mucho que ver con la incapacidad de la política para resolver los problemas a los que se enfrentan las sociedades del siglo XXI: la transformación de una economía basada en la producción a otra basada en el consumo, la crisis financiera, la corrupción generalizada, el cambio climático, el desmoronamiento de Europa, los problemas de una sociedad anciana, y la inmigración. Son retos que afectan a todos las grandes democracias occidentales, y que se agravan en nuestro país con otros como la presión separatista de Cataluña o la debilidad instalada en gobiernos incapaces de articular mayorías. La respuesta de los ciudadanos a esa crisis de legitimidad que recorre las democracias occidentales es pasar, acudir menos a las urnas, o votar a partidos que prometen soluciones milagrosas. La ciudadanía vive una suerte de esquizofrenia: quiere más democracia, pero la ejerce menos; pide acuerdos políticos, pero concentra el voto en partidos incapaces de llegar a acuerdos.
La situación se agrava porque los Gobiernos no resuelven nada: las soluciones no llegan, los problemas se pudren, gobernar se ha vuelto cada vez más difícil. Los Gobiernos nacionales tienen cada vez menos poder para tomar decisiones, sometidos a acuerdos internacionales, dependiendo de la calificación crediticia que reciben sus economías, incapaces de ejercer su propia soberanía y sometidos cada vez más a más normas de carácter nacional o europeo -por arriba- y -por abajo- a poderes locales que discuten, retrasan y empantanan muchas de las decisiones, impidiendo que se realicen grandes obras o cuestionando las inversiones. Tampoco en materia social los gobiernos tienen mucho juego: las decisiones -incluso las decisiones necesarias y aceptadas por la mayoría de la población- se imponen por el voto en Parlamentos que han renunciado al entendimiento, el consenso y el acuerdo, y que se centran, sobre todo, en la presentación de la política como tensión y conflicto y no como búsqueda de mínimos comunes sobre los que ponerse a trabajar. La política es hoy un reñidero, una actividad para gente sin miedo: unos meten la cabeza en la boca del león, otros se dejan disparar cuchillos a una manzana sobre la cabeza y otros hacen funambulismo o salto de trapecio con o sin red… Y sí, es verdad, también están los payasos porque un circo no se entiende sin payasos. La política es cada vez más un circo, un espectáculo jaleado por los medios…
Los actores de la política buscan por encima de todo la preservación o aumento de sus cuotas de poder, y viven obsesionados por el impacto instantáneo de lo que poco que hacen y mucho que dicen, en el circo mediático, monopolizado por la televisión y las redes, un espacio público dónde se escucha más al más gritón, y en el que la política ha dejado de ser el arte de lo posible para ser el refugio de la maledicencia y la futilidad. Los grandes debates públicos del pasado han dejado paso a una competición que puede ser retransmitida y valorada en tantos, puntos o porcentajes, como un partido de la Champion. La política es ya apenas el espectáculo del reparto del poder. Un poder que los políticos no quieren usar, sólo mantener.