Para muchísimos españoles, quizá para la mayoría escuchar la palabra «Mediterráneo» supone recordar la más popular de las canciones de Serrat. Otros piensan en sus vacaciones, en las playas de la infancia o las excursiones veraniegas en vespino. Para mí, «Mediterráneo» evoca mi primera experiencia adulta con la Historia, el libro de Fernand Braudel sobre el Mediterráneo en tiempos de Felipe II. En él aprendí que la historia puede -y debe- medirse de distintas maneras: que los hechos coyunturales de la política, la economía o la cultura se mueven en ciclos de muy corta duración, recuerdan las agitadas marejadas que sacuden las costas en los tiempos de tormenta. Los grandes cambios históricos no son fruto de esos pequeños ciclos. Son fruto de evoluciones que se producen a lo largo de los siglos, transformaciones de largo recorrido que afectan no solo a los gobiernos o a las situaciones concretas, sino que condicionan de forma constante a las generaciones y los acontecimientos. Braudel demostró que el desarrollo y surgimiento de esas transformaciones se producía en el contexto de grandes y profundos cambios apenas perceptibles, a lo largo de largos ciclos -«longue durée»- que influyen y determinan el desarrollo histórico. Braudel escribió su «Mediterraneo», una obra monumental que cambió para siempre la forma en la que entendemos la historia y el sujeto histórico, mientras sufría como prisionero de guerra en Lubeck y Maguncia, durante la Segunda Guerra Mundial, sin disponer de más herramienta de consulta que su propia memoria. Era sin duda un genio, pero también era un hombre que vivió su tiempo con pasión, un hombre con ideología y con creencias.
Una amiga con sentido común me recordó ayer que lo de Cataluña, a pesar de la pasión y el desasosiego con el que nos enfrenta y divide, es solo un efímero episodio más en la corriente imparable de la vida de los hombres. Lo hizo poniendo sobre el tapete de los recuerdos olvidados la turbación y el miedo que nos trajo el plan Ibarretxe, aquella propuesta de reforma del Estatuto de autonomía del País Vasco, que el lehendakari logró hacer aprobar por el Parlamento de Vitoria el penúltimo día de 2004 con 39 votos a favor y 35 en contra. El Estatuto de Ibarretxe, una propuesta planteada legalmente, encubría un proyecto por la secesión y la independencia, que fue rechazado por 313 votos en el Congreso. La tensión acumulada esos días fue muy intensa, se pronunciaron todas las instancias, intervinieron todos los partidos, se sintió la presión de las fuerzas radicales, la Conferencia Episcopal condenó en plan por «moralmente inaceptable, insolidario y excluyente» (con el referéndum de Cataluña han preferido ponerse de perfil) y algunos tuvimos la sensación de que el rechazo del Congreso abriría una espiral gravísima de turbamultas y violencia. No fue así. El plan fue derrotado, la estrella de Ibarretxe se apagó y no pasó nada. Nada de nada. El mundo siguió su curso.
Es cierto que en Cataluña las cosas han llegado mucho más lejos. Es probable que este domingo haya altercados, destrozos y quizá heridos. Es probable que el Govern use el teatrillo para proclamar unilateralmente la independencia, y que el Estado reaccione aplicando las leyes penales y el artículo 155. Y es seguro que la fractura entre los catalanes y entre la Cataluña institucional y España se agravará, y costará más reconducir la situación. Pero ocurra lo que ocurra el domingo, vendrán después el lunes y el martes y las semanas y los meses y los años siguientes. Y el Mediterráneo seguirá allí, inalterable, bañando las costas del levante. La tormenta pasará y los destrozos se repararán, con mayor o menor costo. Dentro de un cuarto de siglo, lo ocurrido será recordado por algunos como un acontecimiento heroico y por otros como una monumental torpeza de los gobernantes catalanes. Los más sabios lo recordarán como lo que de verdad está siendo: otro episodio más de la increíble estupidez de los seres humanos, de nuestra capacidad infinita para hacernos daño sin ninguna necesidad.