MANUEL SÁNCHEZ (Público) Corría el año 2003, cuando el entonces ninguneado líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, puso sobre la mesa una reforma constitucional sobre cuatro cuestiones: el fin de la prevalencia del varón en la sucesión de la Corona, recoger en la Carta Magna la integración europea, la reforma del Senado y la inclusión en el texto del nombre de las autonomías.
Zapatero ya creía en la necesidad de que España afrontara una modernización de la Constitución más profunda, pero quiso empezar a abrir el debate con estos cuatro puntos que, en un principio, podrían ser aceptados por el Partido Popular de José María Aznar. El expresidente pensaba, además, que si se abría este camino, con toda probabilidad habría más reformas.
Aznar fue condescendiente con la propuesta, y dijo que estas “cuestiones secundarias” sí podrían ser susceptibles de reforma, pero que no era algo urgente. Además, dejó claro desde un principio que en ningún caso se abriría la reforma de la Constitución para hacer propuestas que supusieran “un cambio de régimen”, en clara referencia a tocar el modelo territorial.
Zapatero no cejó en su idea cuando un año después llegó al Gobierno, aunque el Partido Popular seguía negándose a tocar la Carta Magna. Pese a ello, el presidente socialista pidió un informe al Consejo de Estado sobre los cuatro aspectos mencionados, y éste órgano elaboró un dictamen favorable a todos ellos aportando diversas fórmulas para dichas modificaciones, en su mayoría, sin demasiadas dificultades si hubiera habido consenso político.
La crisis económica llevó la reforma constitucional al cajón del olvido, y no fue hasta 2011, con Alfredo Pérez Rubalcaba ya como candidato y, posteriormente, como secretario general del PSOE, cuando el PSOE volvió a hacer bandera de esta propuesta.
Rubalcaba ya iba más allá de los cuatro puntos que proponía Zapatero, y pedía revisar la Constitución de arriba abajo, incluyendo el conflictivo asunto del modelo territorial. La habilidad política del exvicepresidente del Gobierno le llevó primero a conseguir un acuerdo interno en su partido que no se antojaba nada fácil, pero que se plasmó en la conocida como “Declaración de Granada” en 2013.
En ese texto, el PSOE apostaba abiertamente por un Estado Federal que, lógicamente, requería modificar en muchos aspectos la Constitución. Pero, además, Rubalcaba también estaba dispuesto a que dicha reforma incluyera nuevos derechos, actualización del texto en las nuevas realidades que ha aparecido en España en los últimos 40 años, y fuese una apuesta decidida por la regeneración democrática.
De nuevo, el PP se opuso radicalmente a dicha reforma, considerándola también algo secundario, que podría traer más problemas que soluciones. Debate tras debate durante ese periodo de tiempo, Rubalcaba clamó en el desierto por afrontar el problema a través de la modificación de la Carta Magna, advirtiendo en muchas ocasiones de que, en el caso de seguir en el inmovilismo, se estaba creando el caldo de cultivo para llegar al escenario que ahora estamos viendo en Catalunya.
Sánchez, tras su segunda reelección por las bases de su partido como secretario general del PSOE, recogió el testigo y fue un paso más allá. Así, firmó un nuevo documento con el PSC referente a la reforma territorial más ambicioso que el de Granada.
No gustó a algunas federaciones dicho texto, pero finalmente fue asumido sin excesivas críticas internas, entre otras cosas, porque la “Declaración de Barcelona” recogía el espíritu de las resoluciones que aprobó el 39º Congreso Federal del PSOE, en su apuesta inequívoca por una España plurinacional.
Una vez que estalló el conflicto de Barcelona, Sánchez y su equipo idearon toda una estrategia para conseguir que se abriera paso el consenso para afrontar dicha reforma. Así, primero plantearon la comisión para estudiar el modelo territorial de España pero como era lógico y ellos sabían, eso llevaba irremediablemente a tocar la Constitución.
Sánchez culmina un propósito de casi 15 años
Tal vez por la necesidad que tenía Mariano Rajoy de buscar la unidad entre los llamados partidos constitucionalistas ante el problema catalán o por el vértigo que le producía tener que aplicar el artículo 155 sin contar con el apoyo del PSOE, en esta ocasión el Partido Popular accedió a sentarse a hablar para reformar la Constitución de 1978.
Sánchez, de esta forma, ha culminado un propósito del PSOE de hace ya casi tres lustros, y se ha apuntado un tanto que hasta sus más acérrimos enemigos, de dentro y de fuera, le reconocen.
Otra cosa será hasta dónde esté dispuesto a llegar el Partido Popular, sin cuyo consenso es imposible la reforma, ya que sus planteamientos sobre el modelo de Estado están a años luz de los que propugna Pedro Sánchez. Sin embargo, como dice un veterano socialista que está muy cerca de este proceso, más difícil se veía en la Transición y, finalmente, se logró.