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Canarias: indignación y tristeza

Casimiro Curbelo

Repartir cien euros entre diez personas es que estadísticamente sale a más —por persona— que repartir mil euros entre doscientas. Es la manera que tienen algunos políticos de enjuiciar la sociedad con criterios de máquina registradora. Ha sido, por ejemplo, la visión miope y torpe del peor centralismo español, que muchas veces en la historia se negó a percibir que existía una España formada por islas situadas a dos mil kilómetros de la metrópolis. Un Archipiélago lejano y distante donde las inversiones por habitante no se pueden medir por criterios matemáticos, sino en función de los sobrecostes de la lejanía y la insularidad.

Esa visión se ha impuesto en la Canarias de hoy, donde emergen fuerzas que pretenden una recentralización de todos los poderes, políticos y económicos. El discurso poblacional se maneja en estos días como una carga de profundidad con la que dinamitar los valores de igualdad y equidad que se instalaron en la fundación de la autonomía de Canarias y que han producido, así sea tibiamente, la mejora de las condiciones de vida de los más pobres y menos favorecidos de los habitantes de las islas. Esa visión es mucho más dolorosa cuando se manifiesta en fuerzas que se autodenominan de izquierdas, progresistas, llamadas por eso mismo a ser aquellas que con mayor fortaleza defienden a los más débiles.

Con criterios puramente economicistas, una de las obras más necesarias de Canarias, la mejora de la carretera de La Aldea, jamás se habría realizado. La inversión realizada, si la medimos por la población beneficiada, sería desproporcionada. Pero quienes vivimos en Canarias y sabemos de las penalidades que sufren muchos ciudadanos con viarios indecentes seríamos los últimos en oponernos o discutir una inversión así, por mucha desproporción que exista entre el montante de la obra y los ciudadanos beneficiados. No es el huevo, es el fuero.

Pero hay sectores de la política y el empresariado de las islas, especialmente en Gran Canaria, que están reinstalándose en un pleito capitalino que tantos beneficios ha dado a las burguesías de las dos principales áreas metropolitanas. La historia de nuestras islas es que, a cuenta de ese pleito, las grandes infraestructuras, las grandes inversiones, la construcción misma de la autonomía, ha pivotado sobre las dos grandes capitales y sus satélites, que han engordado con la migración interior que ha acudido allí desde todas las islas para encontrar una oportunidad de trabajo.

¿Sería igual Canarias si los centros de la administración autonómica estuviesen repartidos por todas las islas? ¿Si las universidades tuviesen facultades en todas las islas? ¿Si los grandes hospitales se hubieran creado en todas las islas? Seguramente no. Sería más cara, pero más justa. Y la población se habría distribuido equitativamente.

Pero vivimos en un gigante con dos cabezas. Y con dos bocas voraces dispuestas a comerse puertos, aeropuertos, sedes de empresas, instituciones y organismos. Dos islas que acumulan ya el ochenta por ciento de la población de toda Canarias y quieren seguir creciendo para tener aún más población, consumir más recursos, pedir más inversiones, crear más infraestructuras y atraer  más y más ciudadanos que despueblen las otras islas en donde no van a encontrar un trabajo, una oportunidad de futuro y de proyección profesional.

Los que hoy se pelean por las inversiones del Fondo de Desarrollo de Canarias son los mismos que se opusieron con uñas y dientes al FDCAN cuando se planteó como una herramienta para impulsar el crecimiento de las islas y especialmente, no lo olvidemos, el de las menos desarrolladas. Los que han propuesto la ruptura de la triple paridad, aumentando el número de diputados en el Parlamento de Canarias, quieren inclinar la balanza del poder político del lado de las grandes islas, para quitarle a las mal llamadas “islas menores” el poder arbitral de contar con el mismo número de representantes que los dos gigantes poblacionales. Y todo esto que pasa, aliñado con el telón de fondo del “pleito” entre Gran Canaria y Tenerife, no es más que la viejísima obra teatral que llevamos padeciendo en el Archipiélago los que siempre fuimos espectadores de cómo dos hacían que se peleaban para irse repartiendo, cuando no duplicando, las mayores inversiones e infraestructuras.

Con la autonomía y la democracia, los más débiles dejamos de ser espectadores y nos convertimos en protagonistas. Para impedirlo se han fabricado topes electorales y discursos. Se han elaborado mitos de sobreinversión en islas que han aprovechado su poder político en el Parlamento para conseguir beneficios para su tierra (por cierto, lo mismo que ha hecho sin rubor alguno Canarias en el Congreso sin que nadie se rasgara las vestiduras) como si ello fuera antidemocrático o, aún peor, como si conseguir algunas migajas del reparto de los poderosos fuera un delito de lesa majestad.

Resulta indignante ver cómo se vuelve al pleito para perpetuar el poder de los poderosos. Y me resisto a permanecer en silencio ante esas viejas tácticas que tan buenos resultados le han dado históricamente a los más ricos de Canarias y sus corifeos mediáticos. Que todo esto se produzca ante la pasividad de las islas no capitalinas y sus propios representantes me produce además una enorme tristeza. Indignación y tristeza.

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