Siempre me ha parecido que cuando una casa alcanza el grado de ruina algo de pueblo se pierde. Y hablo de pueblo en un sentido amplio, no sólo como concepto geográfico e incluso antropológico. Cuando esa vivienda pierde a sus moradores, se establece el final de una relación que duró al menos la última vida de su ocupante. Obviamente me estoy refiriendo a las viviendas tradicionales que aún se mantienen en pie en los cascos históricos de nuestros pueblos de La Gomera. Aquellas que en su día cobijaron familias y que hoy son silencios en las calles.
Esta idea de silencio me vino este pasado sábado cuando, entrada ya la noche, caminaba junto a la iglesia de San Juan Bautista en Vallehermoso. A mi acompañante siempre le llamó la atención una casa ya en ruinas en uno de los márgenes de la plaza. Una puerta, dos ventanas y una cubierta destejada de la que nacen ramas en vez de vigas. Piedras ajadas, desprendidas, descubriendo tras el mortero y la cal la desnudez y sencillez del aparejo. No hay ya cristales porque no hay nada dentro que cuidar. Sólo maleza. Sólo ruina. Sólo silencio.
Esta vivienda no es única. Si caminamos la calle Mayor veremos que los silencios se van repitiendo. Vía que en su momento era la arteria del pueblo, hoy es sólo un pasaje secundario lleno de casonas históricas y puertas cerradas. Porque en los pueblos existe un problema. No sólo es ya cuestión del despoblamiento, que también; las viviendas de las que hablo tienen dueño, pero o están muertos ya, o bien tienen problemas con las herencias. Y he aquí el quid de la cuestión. ¿Qué hacer ante tanto silencio, ante tanto envoltorio vacío, ante tanta fachada histórica sin vida?
La ley es tajante en este sentido. Si no hay peligro de derrumbe para el ciudadano, no se puede intervenir. Qué pena. No hay manera de darle vida a un casco si no le importa ni a los dueños de estas viviendas fantasmas. Podrían restaurarse, rehabilitarse. Hay ayudas para ello. Pero, mientras tanto, muchas de ellas son pasto de disputas en el mejor de los casos, de un fallecimiento y orfandad, en el peor. Es así. Pasear por las calles de nuestros pueblos sigue siendo una proeza de silencios. De edificios históricos vacíos. De continentes de piedra con tejados caídos donde la única vida que existe es la mala hierba que crece en sus rincones.
Pablo Jerez Sabater