Empieza a cundir cierto nerviosismo en la esfera municipalista. Estamos a un año y medio del final del mandato: hay asignaturas, como la financiación, que, aún comenzadas, no terminan de superar el estancamiento que parece caracterizarlas. Los ediles se apresuran a desbloquear trámites para ejecutar proyectos que hagan ver capacidad de gestión y todo eso que alimente la propaganda de la supuesta eficacia. Y claro: se trata de jugar cartas que fortalezcan aspiraciones personales y de partido para ganar candidaturas o repetir. Se inicia la contra reloj…
Pero bueno, se trata de analizar, en contextos más amplios, aquellos asuntos de interés general que afecten a la mayoría de instituciones, donde es preciso vislumbrar soluciones duraderas y estables. Si se habla de recuperación y si las corporaciones se han esmerado en cumplir aquellas normativas y plazos que obligaron a importantes sacrificios, ahora es cuestión de dar los pasos adecuados para ultimar decisiones cuya ejecutividad, en ciertas materias, es determinante.
Financiación, por ejemplo. La financiación local requiere de una mesa de negociación que no tarde demasiado tiempo en debatir y concetar las soluciones que despejen el panorama de la regla de gasto o el destino del superávit. La Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), recelosa con anuncios y planes del ministro Montoro, ha vuelto por derroteros reivindicativos, de modo que ha expresado con rotundidad la necesidad de contar con una Ley de Financiación Local que garantice la suficiencia de los recursos con que ha de atender sus obligaciones y competencias, sobre todo en lo que concierne a la prestación de servicios. Aquí, naturalmente, resurge la eterna petición de los municipios turísticos que han de atender o asistir a una población que excede el censo de habitantes de derecho.
Y como de recursos hablamos, en este gran capítulo de financiación, habría que incluir el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (popular, plusvalías) que parece haber entrado -precisamente, a la espera de acuerdos y concreciones- en un limbo de indefinición a raíz de una importante resolución del Tribunal Constitucional (TC) que anulaba varios artículos del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales, al entender que estaban tributando situaciones de inexistencia de incrementos de valor. Los municipalistas, pensando en los ingresos presupuestarios, quieren promover sin dilación la reforma del Impuesto para dejar de moverse en cenagosos terrenos de inseguridad jurídica que afectan a las administraciones locales y, por supuesto, a los ciudadanos. Y quieren más: establecer unos coeficientes máximos que afecten menos a la recaudación municipal, además de compensar a los ayuntamientos que se hayan visto afectados por una merma global, consecuencia de la aplicación de la citada resolución del TC, en el caso de que estuvieran gestionando el Impuesto al adquirir vigencia la misma.
Consignemos también lo que se refiere a la denominada regla de gasto. La posición de los municipalistas es que el tope de gasto para un ejercicio se calcule sobre el presupuesto aprobado en el ejercicio precedente y no sobre los resultados globales ejecutados, tal como se viene realizando, hecho que resume el mensaje edilicio: si prosigue este sistema de cálculo, se penalizará el ahorro y la buena gestión. Recordemos, en este sentido, que el Congreso de los Diputados aprobó, antes de que finalizara el pasado año, una moción para reformar tal criterio, de manera que las corporaciones que presenten balances públicos saneados queden eximidas o liberadas de la mencionada regla de gasto, además de que el hipotético superávit sea destinado a programas o servicios de naturaleza social o políticas de igualdad y políticas activas de empleo.
En fin, que se trata de materializar aquellas medidas que favorezcan una financiación local más ágil y eficiente. El municipalismo tendrá que empujar más unido que nunca. Recuerden: queda un año y medio. Y, todo lo más, un presupuesto.