El macrojuicio por el caso del Catastro, en el que se juzga a once personas acusadas de montar una trama para cobrar por favores que permitían resolver problemas catastrales, arrancó ayer en la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife. La fiscalía pide a los encausados hasta 66 años de cárcel, además de inhabilitación y multas de diversa cuantía, al considerar que los implicados son autores de delitos que van desde el cohecho a la prevaricación administrativa, pasando por la infidelidad en la custodia de documentos. El cabecilla de la trama que ahora se juzga es el antiguo jefe de Planificación Informática de la gerencia del Catastro provincial de Santa Cruz de Tenerife, un organismo dependiente del Ministerio de Economía y Hacienda, que mide, describe y controla todos las fincas urbanas, rústicas o especiales, y calcula los impuestos inmuebles -entre ellos uno directamente ligado al catastro, que es el IBI- que cada ayuntamiento aplica a la propiedad inmobiliaria.
La historia de este caso arranca en el año 2010, cuando el funcionario ahora procesado organizó, con la ayuda de su pareja, también funcionaria del catastro, un sistema basado en el acceso fraudulento al sistema de gestión catastral, para «subsanar» en un día (lo normal es tardar muchos meses) discrepancias entre los propietarios de fincas y el propio catastro, cobrando en metálico por hacerlo. Eficacia y rapidez, a cambio de un modesto incentivo? el acusado fijaba el precio que había de abonársele por pieza meteóricamente resuelta, y se quedaba con la mitad de lo cobrado, repartiendo el resto entre quienes le ayudaban a captar clientes. La red de «ayudantes» incluía a familiares, un oficial de notaría, un gestor inmobiliario, un aparejador y otras personas vinculadas a la gestión inmobiliaria y la administración de fincas o sociedades. La trama fue desbaratada cuatro años después, tras detectarse irregularidades en la Gerencia, y realizarse una inspección de oficio, en la que se encontraron correos en los que algunos particulares pedían información para «agilizar» los trámites catastrales. Como resultado de aquellas pesquisas, el organizador de la trama y un par más pasaron unos meses en prisión preventiva, y cayeron también algunos de los particulares que pagaron por los servicios prestados. Los cargos contra los particulares resultaron finalmente sobreseídos por entender la fiscalía que no había forma de acreditar su participación en la trama: pagaron por los servicios prestados por el funcionario catastral, pero es difícil probar que fueran conscientes de que lo que hacían era participar en un fraude.
A pesar de su entidad y de la implicación de docena y media de personas, el caso ha tenido hasta el inicio del juicio -en el que la defensa ha acusado de parcialidad al juez instructor- escaso eco en los medios de comunicación: la ausencia de políticos detrás del episodio le ha quitado lustre e interés mediático. Sin embargo, se trata sin duda de una historia morrocotuda que ilustra a la perfección dos cosas: una es la facilidad con las que funcionarios públicos deshonestos pueden beneficiarse de la posición de privilegio que se les asigna para cumplir su cometido, y la otra es la escasa importancia que la sociedad da a los casos de corrupción cuando no hay políticos implicados. Preferimos pensar que es la política la que lo corrompe todo, cuando resulta más cierto que la corrupción es sistémica en España: en un par de siglos hemos pasado de la picaresca cutre del Lazarillo a ser el país de la corrupción generalizada y la tolerancia social con ella. Criticamos que los políticos nieguen la corrupción, al menos hasta que se les pilla con las manos en la masa. Pero los ciudadanos también nos hemos acostumbrado a convivir con ella y mirar para otro lado cuando no hay chivos expiatorios a mano.