Pedro Sánchez se estrenó en Moncloa como lo haría un indio, haciendo señales. Es el suyo un Gobierno con poca capacidad de maniobra, con apoyos parlamentarios poco fiables y con un montón de problemas sobre la mesa que desanimarían al más bregado. Pero si algo hemos visto de este tío es que no se desanima con facilidad. Uno no sabe si aplaudirle el optimismo o la osadía. Su recorrido desde las afueras del PSOE hasta la Moncloa denota tesón y constancia, pero no necesariamente consciencia de la situación a la que se enfrenta. En cualquier caso, en los tiempos agitados y ultramediáticos que nos toca vivir, acertar en las señales es ya un valor, y Sánchez había acertado al enviar a los independentistas catalanes un mensaje de firmeza con el nombramiento de Josep Borrell, uno de los hombres clave en el proceso de resistencia ciudadana al secesionismo. Borrell es más cosas, claro. Es -desde hace años- uno de los colegas más fieles de Sánchez, le ayudó a ganar las primeras primarias a la secretaría general, elaborando parte de su proyecto político, y le ha acompañado después en la carrera para recuperar el poder perdido tras la dimisión, cuando Sánchez se negó a abstenerse en la votación para que Rajoy fuera presidente y el PSOE estuvo a punto de romperse.
La misma tarde en que se confirmó la elección del exministro y expresidente del Parlamento Europeo para la cartera de Exteriores, Puigdemont acusó a Borrell de fomentar el odio en Cataluña, y con esa acusación le regaló a Sánchez un magnifico respiro: tener a Borrell en el Gobierno suponía -en política interna- la demostración de que Sánchez no va a entregarse al independentismo. Y -en política exterior- el europeísta Borrell es una estupenda opción en un momento en el que, en muchas capitales continentales, se juega al despiste en el asunto catalán. Borrell suena a garantía. Su nombramiento tranquilizó al país. Pero las horas pasan vertiginosamente. La última señal de Sánchez sobre cómo afrontar la crisis catalana -levantar la vigilancia a las cuentas de la Generalitat- es el primero de los gestos dirigidos al secesionismo. El siguiente será, probablemente, el acercamiento de los presos a Cataluña, una decisión política que puede venderse como humanitaria y que depende de Prisiones, y por tanto del Gobierno. Otro es asumir el inicio de un diálogo bilateral con la Generalitat. Un asunto escabroso, que comporta sus riesgos, pero con el que Sánchez intentará demostrar que está dispuesto a negociar, aunque solo sea para intercambiar con el xenófobo Torra su iniciativa relativa al regreso al redil constitucional, con una propuesta de renegociación del Estatuto.
Personalmente, dudo de que eso sirva para sacar de la perreta a los «indepes». No van a bajarse de su discurso, que es la República catalana. Pero por mostrarse dialogante, que no quede.
Sánchez tiene la oportunidad de hacer sus gestos sobre Cataluña y asumir que el diálogo solo conduce a soluciones cuando hay una voluntad de encuentro, algo que no existe ni puede existir con quienes plantean la secesión. Si juega bien esas cartas, y lo hace sin verdaderas concesiones, y marcando con precisión los tiempos, Sánchez podría presentarse al país como un político de Estado y recuperar para el PSOE parte de su espacio perdido. Pero el riesgo es que Sánchez, un hombre acostumbrado a salirse con la suya, acabe creyendo que con gestos es suficiente para gobernar. Los gestos se agotan pronto. Se gastan. Sobre todo si resultan contradictorios.