El triunfo del capitán Jaïr Bolsonaro en las elecciones de Brasil es el último proyecto ultrareaccionario que llega al poder con un programa xenófobo, machista, autoritario y neoliberal. La lista es cada vez más larga: Donald Trump en los Estados Unidos, Matteo Salvini en Italia, Recep Tayip Erdogan en Turquía, Víktor Orban en Hungría, Rodrigo Duterte en Filipinas, Heinz- Christian Strache en la vicepre- sidencia de Austria…. En otros países la ultraderecha no ha llegado a tocar poder, pero tiene suficiente peso para marcar la agenda política: el UKIP en el Reino Unido, el Frente Nacional en Francia (11 millones de votos en la segunda vuelta de las presidenciales del año pasado) o Alternativa por Alemania (92 diputados en el Bundestag). Los ritmos y las características del avance de la ultraderecha dependen de la situación de la lucha de clases en cada país, pero es evidente que más allá de las particularidades nacionales hay una dinámica global que tenemos que saber analizar y comprender.

Un capitalismo en crisis

El auge de la ultraderecha hoy se explica en primer lugar por otra dinámica global: la crisis sistémica del capitalismo. Diez años después del estallido de la crisis de 2008, la clase trabajadora y los sectores populares sólo han visto hundirse sus condiciones de vida. Y desde los gobiernos, los grandes partidos –socialdemócratas o conservadores- han respondido con privatizaciones al servicio del capital financiero, recortes de los servicios públicos y de la protección social, y con más represión.

El problema no es nuevo, es un sistema agotado en el sentido que sólo puede crecer en base a una gran destrucción, y que lo hace con la rapiña de los recursos del planeta, al dictado de los intereses del capital financiero. Lenin ya definía la fase actual como una época de «guerras y revoluciones», y justamente esto es lo que estamos viendo, también con el consecuente desplazamiento forzado de poblaciones que la ultraderecha convierte en argumento para atizar el miedo al inmigrante.

Esta crisis ha dejado al descubierto los límites de la democracia burguesa y sus instituciones, que a los ojos de todo el mundo no gobiernan para la mayoría sino en defensa de los intereses del capital financiero. Se mire por donde se mire, desde los rescates de la banca, hasta las políticas de austeridad para salvar el sacrosanto pago de la deuda de los estados, hasta la privatización de la sanidad, los gobiernos –socialdemócratas y conservadores- gobiernan para los bancos. Son ellos quienes dictan las políticas y no por casualidad sino porque todo el sistema económico, hoy, depende de ellos, por encima de otros componentes del capital.

Esto también trae emparejado el problema de la corrupción, que no es sino que la otra cara de este capitalismo podrido. Esto ha supuesto una inmensa deslegitimación de las instituciones de la democracia burguesa: en estos años se ha visto claro como de nada servía el principio «de una persona un voto», ni los grandes partidos tradicionales, ni siquiera los grandes aparatos sindicales. Crece el rechazo a los grandes partidos y las instituciones a través de las cuales se han aplicado las políticas neoliberales y que han servido para vehicular la corrupción.

Todo este malestar de abajo no encuentra respuesta en una «nueva izquierda», que se empantana con políticas imposibles de moderación que tratan de paliar la situación evitando una ruptura para no enfrentarse con los capitalistas y las instituciones del estado. La extrema derecha aprovecha el hecho que no hay una alternativa de la izquierda a la desesperación obrera y popular, para denunciar demagógicamente a banqueros y políticos, a la burocracia de la UE, a alentar el miedo con la xenofobia y haciendo renacer el gran nacionalismo opresor… Un discurso amplificado por las redes sociales, con mensajes simples y rápidos, en un momento en que los viejos medios de comunicación están tan desacreditados como los partidos y las instituciones porque, en manos de los bancos, también han tapado las vergüenzas del sistema.

El capital financiero y los gobiernos abren la puerta

Con todas las condiciones a favor, los proyectos de ultraderecha necesitan aún otra cosa para salir de la marginalidad: el dinero de sectores del capital financiero que se preparan esta carta por si un día no tienen bastante con los aparatos de control tradicional. Es cuando defienden la necesidad de un liderazgo fuerte ante el caos, la corrupción, la inseguridad, la depauperación de las clases medianas y la crisis institucional. Es el que en la teoría marxista se denomina bonapartización: un endurecimiento del estado, y el recorte de libertades democráticas -derechos de reunión, manifestación, expresión, organización- para aplicar los planes de choque que tienen que venir.

Y no tenemos que olvidar que son los mismos gobiernos (tanto socialdemócratas como de derecha) los que aceleran esta deriva reaccionaria con sus políticas. Las leyes de extranjería, las medidas de excepción justificadas en el antiterrorismo, la exaltación de la unidad nacional, las privatizaciones, los recortes…. normalizan un discurso y una lógica política que después la ultraderecha sólo tiene que llevar hasta las últimas consecuencias, dentro de un marco que se ha creado desde los partidos tradicionales.


¿Volvemos al fascismo?

Todas nos referimos coloquialmente a la ultraderecha como fascista, porque queremos aislarla y dejar claro nuestro rechazo. ¿Pero realmente estamos hablando de un regreso al fascismo como el de los años 20 y 30? Es un debate abierto dentro de la izquierda y es importante precisar los conceptos, porque no podremos ganar si no sabemos a qué nos enfrentamos. El fascismo es una forma particular de autoritarismo que no se distingue por su brutalidad (hay dictaduras militares igualmente sanguinarias y represoras) sino porque es un régimen de combate al que la burguesía recurre cuando se ve acorralada por una amenaza revolucionaria. Y tiene básicamente dos características que lo distinguen: su capacidad de movilización de las masas pequeñoburguesas y el hecho de que impone un método de guerra civil contra las organizaciones de la clase trabajadora. Es lo que Trotsky definió como «la extirpación de todos los elementos de la democracia proletaria dentro de la sociedad burguesa». No es la opción preferente de la burguesía, precisamente porque esta necesidad permanente de movilización lo con vierte en un régimen de choque que no puede perdurar muchos años: el fascismo es un movimiento con cierta autonomía al cual las burguesías recurrieron mientras no podían reconducir la situación a formas de dominación más estables de tipo dictatorial.

No creemos que el fascismo esté a la orden del día, sino que vamos a regímenes cada vez más duros, de tipo bonapartista, y por eso preferimos hablar de extrema derecha o de fascistización del discurso político.

La radiografía europea

Desde hace unos veinte años la ultraderecha en Europa vive un auge electoral sin precedentes desde los años 30. En las últimas elecciones al Parlamento Europeo, en 2014, la extrema derecha se impuso en el Reino Unido (con el UKIP), Dinamarca (el Partido del Pueblo Danés) y Francia (Frente Nacional). En 2016 el Partido de la Libertad de Austria estuvo a punto de ganar las presidenciales y después de las legislativas de 2017 entró al gobierno junto con la derecha. En septiembre del mismo año, Alternativa por Alemania colocó 92 diputados en el Bundestag. En Francia Marine Le Pen perdió las presidenciales ante Macron, pero con 11 millones de votos en la segunda vuelta, el doble que su padre en 2002. La lista de los que tocan ya poder se completa con Matteo Salvini, ministro de Interior y hombre fuerte de Italia, y Víctor Orbán, que ganó las elecciones de abril en Hungría.

Más allá de las particularidades de cada país, todos ellos comparten elementos clave de su discurso: la crítica a unas élites corruptas, traidoras y parásitas; la denuncia a estructuras de la democracia burguesa; el gran nacionalismo, o un discurso étnico o identitario; el fundamentalismo religioso (se habla mucho del radicalismo islámico pero menos del ultracatólico como el Tea Party, del apoyo de la iglesia evangélica a Bolsonaro, o del sionismo de los ultraortodoxos en el gobierno israelí); la glorificación del pueblo como un todo homogéneo, borrando las diferencias de clase; la construcción del enemigo exterior (ya sea el inmigrante, el musulmán, el judío). En muchos casos también hay machismo, homofobia, exaltación de la familia tradicional y rechazo al derecho al aborto. Todo ello envuelto tras un gran líder salvador.

La particularidad española

En el estado español todavía no tenemos grupos de ultraderecha con un impacto electoral tan significativo. Lo que hemos visto es un giro ultra del PP y de Ciudadanos, sobre todo en cuanto a la cuestión catalana y a la inmigración. Esta excepción española se explica por la impunidad con que se cerró la transición al régimen del 78. Nunca hubo una ruptura con el franquismo, que nació como un movimiento fascista (con la Falange como instrumento de movilización de masas) y que se consolidó en el poder como una dictadura burocrática-militar bonapartista. La monarquía fue la línea de continuidad que preservó el aparato del estado y Alianza Popular (y después el PP) la línea de continuidad política para blanquear el Movimiento. A diferencia de otros estados europeos, a excepción de pequeños grupos (Democracia Nacional, España 2000, Falange…), la ultraderecha no se organiza por fuera sino como un ala del PP. No ha sido hasta ahora, con la crisis y el inicio del proceso de descomposición del PP, que surge VOX. Su mitin con miles de asistentes en Vista Alegre (Madrid) es toda una señal de alarma.

Combatirla en la calle y en los barrios

Hay un sector de la izquierda que nos dice que ante el giro hacia la extrema derecha lo que tenemos que hacer es aferrarnos a las instituciones burguesas. Esta explicación confunde los términos históricos y la secuencia causa-efecto. El giro hacia la extrema derecha surge porque estas instituciones burguesas han sido el instrumento para el empobrecimiento y la represión. La polarización social que impone la crisis y el rechazo popular a gobiernos e instituciones son la base de su intento de canalizar el odio popular fuera de estas instituciones. Es por eso que defenderlas, con el argumento de que lo que viene es peor sería un error. Otra cosa es la defensa de todas y cada una de las libertades democráticas: aquí es donde hace falta un frente común y unidad de acción. Pero para hacer frente a la ultraderecha hay que levantar otro camino por la ruptura popular con unas instituciones caducas.

El otro debate tiene que ver con quien situamos como enemigo: ¿son fundamentalmente los grupos fascistas? Es lo que nos planteamos por ejemplo cada 12 de Octubre en Barcelona donde cada año convocan su concentración. Pero mientras unos centenares de neonazis se manifiestan allá, hace años que PP, Ciudadanos, Sociedad Civil Catalana y otras plataformas arrastran miles de personas en movilizaciones por la Hispanidad en el centro de la ciudad. Pensamos que son los estados y las políticas de los gobiernos quienes allanan el camino para la irrupción de la extrema derecha y finalmente del fascismo. La ley de extranjería y las expulsiones en caliente, sentencias como la de la Manada o el discurso contra Catalunya del PP, Ciutadans y el PSOE generan el espacio sobre el cual la ultraderecha se construye, y sólo tiene que presentarse como el que de verdad está dispuesto a aplicar la misma política hasta el final. Por eso, la tarea central hoy es luchar contra estas políticas y los gobiernos de turno responsables, por el derecho de autodeterminación y el resto de libertades democráticas, contra la monarquía, por los plenos derechos de los trabajadores y trabajadoras migrantes. Parando estas políticas paramos a la ultraderecha.

Y esto sólo se puede hacer planteando políticas que den respuestas reales a los problemas de la gente y necesariamente tienen que ser de ruptura: porque no se pueden satisfacer las necesidades sociales mientras se continúe pagando la deuda de los bancos, no se puede acabar el paro sin recortar el tiempo de trabajo sin reducción de sueldo, no se puede salir de la crisis sin nacionalizar la banca y no se puede resolver el problema de la corrupción y de los derechos de los pueblos sin romper con el régimen del 78.

Queda todavía un cuarto problema en la acción transformadora y es a quien nos dirigimos y dónde trabajamos. La mayoría de la izquierda ha abandonado el trabajo en las fábricas, en los barrios obreros, que muchos dan por perdidos ante la oleada naranja. ¡No! Sin ir a la base, a trabajar cada día codo con codo buscando respuestas de fondos a los problemas reales no se puede combatir una ultraderecha que, si nadie la para, se traga nuestra gente.

Cristina Mas

 

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