Puede parecernos que vivimos tiempos difíciles. Que nos enfrentamos a dificultades insuperables y adversidades a las que no podemos hacer frente. Ese es el mal espíritu que a veces nos invade cuando leemos, escuchamos o vemos la crónica de lo que acontece en el mundo lejano y en el más próximo. Nuestra sociedad, a base de malas noticias, se ha vuelto como una de esas personas que se empeña en ver el vaso medio vacío. Pero no es así, ni mucho menos. Los atentados y las catástrofes ocupan los titulares a los que no llega el milagro cotidiano de millones de personas que trabajan, ayudan, colaboran y son felices.
Jamás habíamos vivido un mundo tan próspero como éste. Nuestros hijos y nietos disfrutan de una educación pública mejorable, pero que se encuentra al nivel de las más desarrolladas del planeta. Nuestra esperanza de vida se ha situado por encima de los ochenta años y los Servicios Públicos de Salud nos garantizan que nadie se quede sin atención a sus padecimientos. La medicina ha logrado avances milagrosos y enfermedades que antes nos mataban se han convertido hoy en dolencias crónicas con las que seguimos disfrutando de la vida. Hay pensiones que aseguran la subsistencia de los mayores y centros públicos –cada vez más– en donde nos preocupamos de cuidarles. Y a pesar de la terrible crisis que padecimos, nuestra economía está dando síntomas de recuperación y de fortaleza.
Todo esto que escribo es cierto. Y para comprobarlo solo hace falta darse una vuelta por el mundo y comparar lo que disfrutamos en comparación con las carencias de muchos otros países. Pero por supuesto, no estamos satisfechos. El combustible para que las cosas mejoren es que las pongamos continuamente en discusión, esforzándonos en mejorarlas. Así hemos llegado hasta hoy, después de cuarenta años de democracia, libertad y autonomía. No todo ha sido perfecto y hay muchas cosas que deben cambiar. Pero sin duda, hemos ido por el buen camino.
Allá por 1874 una figura descollante de la política española, Emilio Castelar, presidente de la primera y breve república, decía esto: «Es necesario que el pueblo sepa que todo cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio universal. Y que de las barricadas y los tumultos solo puede esperar su ruina y su deshonra». Su tiempo estuvo plagado de convulsiones, guerras y enfrentamientos. Y su apelación a que la democracia era la única manera de superar estas calamidades es una certeza que nosotros sí hemos tenido la suerte de vivir. El destino de Castelar y su generación fue mucho peor.
La democracia es el único camino que nos permite enderezar el rumbo, cuando se desvía de los objetivos de felicidad y prosperidad que todos deseamos. Hablamos con el voto que depositamos en las urnas para elegir a otros ciudadanos que nos representen. Y hablamos también si decidimos dar el paso hacia la política porque pensamos que podemos hacer las cosas mejor o distinto que otros. Así como los glóbulos rojos se cargan de oxígeno en el sistema bronquial de los pulmones y lo transportan a todas partes del cuerpo, la libertad se oxigena cuando se carga de legitimidad en las urnas que recogen la voluntad de los ciudadanos: el oxígeno por el que respira la democracia.
Sea lo que sea que decida el pueblo español este fin de semana de abril, será una radiografía de sus deseos y su pensamiento. Y reforzará la convicción de que nuestro sistema funciona. Nuestro país padece aún enormes desigualdades con las que muchos no estamos de acuerdo. Queremos mayor justicia social, mayor redistribución de la riqueza y mejores condiciones de vida para todos. Pero no existe otra fórmula que la de la democracia y la libertad. La que nos ha traído hasta aquí y ha permitido la consolidación de las instituciones que han tutelado el crecimiento de nuestro país.
Frente al populismo que pretende convencernos de que todo tiene una solución fácil y frente al autoritarismo que considera que concentrar el poder en unas pocas manos es la garantía del éxito, podemos responder con hechos probados: con el ejemplo de cuatro décadas de descentralización y autonomía en las que se ha demostrado todo lo contrario. Frente a la demagogia, que son las nuevas barricadas de este siglo, levantemos la bandera de la responsabilidad. Hagamos nuestra democracia más grande y más fuerte para que nos lleve hacia el futuro por el mismo camino que nos trajo hasta aquí.