Veinticinco años sin Antonio Flores, el verso libre y brillante del clan

El cantante no pudo superar la muerte de su madre y, cuatro días después, hallaron su cuerpo sin vida en una cabaña

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Hace 25 años a Antonio Flores le pudo la pena y una sobredosis mortal de barbitúricos y alcohol. Su muerte, dos semanas después de la de su madre, la gran Lola Flores, ligó su leyenda aún más a la de “la Faraona”, pero el “indio” de la familia con más arte de España fue una estrella con luz propia.

“No dudaría”, “Alba”, “Siete vidas”, “Gran Vía”, “Coraje de vivir”, “Mi gato”, “Sabor sabor”… Así lo atestigua el número de temas que dejó como legado, ya fuese para sí o para otros y en un tiempo relativamente corto de producción, de 1980 a 1995 con un paréntesis de 6 años marcado por el desánimo y la heroína antes de renacer por amor a su madre, a su hija y a la música.

Nacido el 14 de noviembre de 1961 en Madrid, al único hijo varón de Lola Flores y Antonio González “El Pescaílla” siempre le persiguió la etiqueta de ser el díscolo del clan, el “niño malo” al que expulsaban del colegio.

“Yo no soy rebelde, soy el que ha evolucionado más en las ideas y el que ponía pegas, por ejemplo a ir a la iglesia”, enmendaría en una entrevista de madurez en la que insistía que no era de “vivir lo que no sentía” y que su círculo de certidumbres era muy concreto: “Creo solamente en mi persona y en los seres queridos”.

Reconocía, eso sí, cierta tendencia a la procrastinación y el placer: “Me gusta mucho la noche, trasnochar y beber. Sacarme de la cabeza la responsabilidad y los deberes para mañana”.

El rockero flamenco

Ecologista, sensible y muy comunicativo (“solitario solo para componer”), de él decía su madre que era “el bohemio, el genio de la música moderna”, a lo que su hermana Lolita añadía que también era un hombre de “sangre gitana, corazón de rockero y alma de blues”.

Aunque sus primeros pasos artísticos los dio con 8 años en la película de José Luis Sáenz de Heredia “El taxi de los conflictos”, su verdadero bautismo fue musical y llegó en 1980 con la publicación de su álbum “Antonio”, el de su primer éxito, “No dudaría”, un alegato contra la violencia.

“Hago la música que me llega por las venas y me pone los pelos de punta”, comentó una vez. Le seguirían “Al caer el sol” (1981), que recogía su célebre versión roquera del “Pongamos que hablo de Madrid” de Joaquín Sabina, y “Gran Vía (1988), un álbum al que el tiempo ha colocado en un lugar mejor respecto a la repercusión que obtuvo entonces.

Del tema que lo titulaba, diría Miguel Ríos que él mismo podría haberlo firmado y también que “fue un músico que hizo rock en el ambiente más hostil en el que este se puede manejar, el flamenco”. “La lucha de Antonio Flores continúa con las discográficas por defender su estilo y los prejuicios de llevar el apellido Flores”, comentó su amigo, el cómico y actor Quique San Francisco, para el que su grandeza residía en hacer “poesía con las palabras de la calle”.

Otro de sus amigos, el también músico Manolo Tena, al que se unió en los años 80 como parte de Cucharada para grabar el tema “Lejos de aquí”, ensalzaría su enorme capacidad para “escribir una canción buenísima en tan sólo diez minutos”.

Una vida marcada por las drogas

Hasta “Gran Vía”, Flores había aprovechado para desarrollar especialmente su faceta como actor en películas como “Colegas” (1982) de Eloy de la Iglesia y en 1986 había contraído matrimonio con Ana Villa, con la que solo unos meses después tendría a su única hija, la hoy actriz Alba Flores.

Los cantantes Lolita Flores, Antonio Flores y Rosario Flores. (AH / GTRES)Villa había conseguido que estuviera un año sin consumir heroína. “Pero el mismo día que nació mi hija, algo incomprensible sucedió en mi cabeza y volví a tomar caballo”, reveló.

La pareja aguantó hasta 1989. “La vida que llevaba era algo que tenía que controlar yo mismo, no podía meter a nadie dentro”, admitió en una entrevista con su hermana Lolita en el programa “Sabor a Lolas”.

Y es que el autor de “Mi habitación” vivió once años bajo la dictadura de la heroína, alternando la dependencia con períodos de abstinencia, convencido de que saldría de ella por sí solo.

“Yo no soy gurú ni ejemplo para nadie. He tenido una experiencia y punto. Cada uno es dueño de saber lo que quiere hacer con su vida; cada uno es su dios y su demonio”, comentaba tras su recuperación, que, según su familia, fue “a base de charla y de cariño” por parte, sobre todo, de su madre.

“Cosas mías”, su mayor éxito

La publicación en 1992 y posterior éxito del primer disco de su hermana Rosario, “De ley”, cuyas letras estaban firmadas fundamentalmente por él, supusieron un decisivo punto de inflexión que le animó a volver a grabar. “Entonces salí a flote. El público se acordaba de mí, pero las discográficas tuvieron que volver a creer en Antonio, dejar de verme como un colgado y descubrir que soy un músico como la copa de un pino”, recordaba.

Así llegó al mercado “Cosas mías” (1994), que se convirtió en su disco más vendido, cinco veces platino, y que fue señalado como un testimonio autobiográfico que abarcaba sus señas estilísticas más reconocibles: aires flamencos, baladas de piano y rock. Ahí estaban “Isla de Palma”, “Cuerpo de mujer”, “Arriba los corazones”, “Siete vidas” y, sobre todo, “Alba”, la canción que dedicó a su hija.

“Ahora mismo mi vida es ella”, aseguraba. “Me gustaría que se dedicara a algo de arte, no la veo como profesora de matemáticas”, añadía el madrileño, orgulloso del “quejío blues” de aquella niña que se soñaba “constructora de puentes colgantes” para que no cortaran más árboles para hacerlos.

La droga había quedado atrás. “Aunque nadie me cree ya”, apostillaba. “Ya no ando por las alcantarillas, ahora tengo responsabilidades y he madurado”, insistía.

El mazazo de la muerte de la faraona

Aunque se decía “mitad y mitad”, con la misma voz de su padre, que lo era también de la rumba catalana, nadie dudaba de la especial afinidad con su progenitora. “Mi madre nos daba todo su amor. Nos enseñó a querer a toda la familia por encima de todo”, afirmaba para añadir que en su casa “nunca hubo nada que ocultar, ni secretos ni intimidades”.

La noticia de su muerte el 16 de mayo de 1995 víctima del cáncer fue un mazazo para él, que ,según cuentan, se rompió la mano de un puñetazo contra la pared. “Lloré cuando murió Camarón, que era un genio, y ahora lloro porque se ha muerto un genio que es mi madre”, dijo antes de sumirse en una depresión que lo encerró en la cabaña plantada en el jardín familiar y que le había construido su madre “para tenerlo cerca”.

No asistió al velatorio ni al entierro. Sus amigos contaron que pasaba los días componiendo como un loco, pero que bebía “más que nunca”. Solo salió para ofrecer un concierto en Pamplona, que “cansado y falto de sueño” dedicó a su “vieja”. Fue su última actuación.

Cuatro días después, transcurridos catorce de la muerte de La Faraona, hallaron su cuerpo sin vida en la cabaña. “No me preocupa la muerte. El día que me harte, apagaré la luz y…¡adiós muy buenas!”, había declarado en el pasado.

Pero aquel 30 de mayo nadie podía esperarse semejante remate para el clan de los Flores que aún hoy, 25 años después, rehúsa hacer declaraciones cuando se acerca el aniversario. Como mucho, unas palabras en redes sociales, como las que le dedicó una vez su hermana Rosario: “Mi indio, mi hermano, mi ser, mi alma”.