Hay gente a quien le molesta que a La Gomera le vaya bien. Gente a la que le fastidia que seamos un ejemplo de convivencia, de armonía, de isla para vivir. Desgraciadamente, hay personas para las que el éxito ajeno no es un ejemplo que sirva de estímulo, sino un ácido que disuelve la inteligencia.
En Canarias existen dos discursos que parecen condenados a no entenderse. Por un lado, el de quienes plantean que la conservación del medio natural es la única bandera que debemos izar en las políticas públicas. Y por el otro, los que consideran que la gente no come hierba y que debemos apostarlo todo al desarrollo económico capaz de ofrecer trabajo y riqueza. Es mentira que ambas cosas sean incompatibles. Y de hecho, la única manera racional de vivir es conciliar el crecimiento con el respeto al medio natural. Ni vale todo, ni se puede pagar cualquier precio por el crecimiento. Pero de igual manera, es un error tremendo que la conservación se ponga por encima de la vida de las personas.
Durante muchos años, las cuatro islas que más han crecido, poblacional y económicamente, han sido las turísticas: Gran Canaria, Tenerife, Lanzarote y Fuerteventura. A mi juicio, el modelo de desarrollo por el que han apostado supone un grave error. Y muchas veces lo he denunciado. La concentración de la población, de los recursos, de los servicios, de las infraestructuras, de las sedes de las instituciones… De todo, en fin, en las islas mayores, se ha producido una distribución muy poco equitativa de la riqueza y de la calidad de los servicios públicos que reciben los canarios. Los desequilibrios son, a la larga, un arma de doble filo que termina cortando a la mano que la empuña.
Frente a ese modelo, las llamadas “islas verdes” se han quedado descolgadas de la masificación y el crecimiento. El precio ha sido el despoblamiento, la pérdida del talento joven, los sobrecostos de la doble insularidad y una conectividad deficiente. Pero a favor tenemos que somos islas donde la coexistencia del ser humano y el medio ambiente se ha mantenido en las fronteras de lo racional. Nuestras economías, de menor tamaño y peso, están más equilibradas. Nuestra agricultura, nuestro comercio, nuestra pequeña industria y nuestro turismo, se adecúan a los estándares de la calidad y la eficiencia. Producimos menos, pero consumimos menos. Y la distribución de la riqueza no está concentrada en unas pocas manos, sino que es socialmente más igualitaria.
Los años me han enseñado que sin crecimiento y desarrollo no existe la prosperidad. Se puede vivir en un paraíso natural, pero si no se puede mantener a la familia, el paraíso se puede convertir en un infierno. Tenemos la suficiente inteligencia como para crecer y prosperar causando el mínimo efecto en el entorno natural en el que nos movemos. Porque nuestra obligación, con las generaciones que vienen, es dejarles una isla igual de hermosa que la isla que nosotros vivimos en nuestra infancia. Pero también es un deber dejarles una isla en la que puedan vivir, de la que no tengan que marcharse para encontrar un trabajo y un futuro. El mejor futuro tiene que estar aquí.
El cero energético que ha sufrido esta semana la isla de Tenerife es la demostración de que algo está fallando. La transición hacia un sistema basado en las renovables no nos puede hacer olvidar de que durante muchos años tendremos que seguir produciendo la energía que necesitamos utilizando los combustibles que menor daño causen en el medio ambiente. Y de igual manera, la crisis profunda que estamos padeciendo en el turismo nos está señalando muy claramente que la dependencia absoluta es un error absoluto. Nos demuestra que hemos desperdiciado muchísimos años, en los que debimos promover y ayudar al desarrollo de nuevas actividades vinculadas al comercio internacional o las nuevas industrias tecnológicas.
¿Es incompatible el crecimiento con la conservación del medio natural? Por supuesto que no. El ser humano deja una huella de su paso por la vida. Nuestro deber es que esa huella sea la menor posible y tomar medidas para compensar y reparar aquellas afecciones que puedan ser corregidas. Pero hay que avanzar. Y hacer lo posible para que la riqueza llegue a todos de la manera más directa posible.
Hoy, mirando lugares como La Gomera, me siento orgulloso, porque hemos conseguido convertir nuestra Isla en una tierra donde es posible vivir en armonía. Donde se han dado pasos medidos para el progreso, para crear el trabajo y el desarrollo que nos hacía falta, sin pagar un precio irreparable por ello. Por supuesto que aún nos queda mucho por hacer, pero vamos por el buen camino. Y cuando escucho hablar de La Gomera siento que podemos estar orgullosos. Porque incluso la envidia no deja de ser una forma de admiración.