POR BENJAMÍN TRUJILLO.- Siempre hubo rostros serios de hombres, desde chiquitito contemplé caras que no emitían sonidos, sólo la mirada y los gestos, sobre todo hombres. Y se fueron quedando en la memoria pegados, con su misterio.
Me crucé cientos, miles de veces, con hombres que trabajaban concentrados o ausentes y con esa mirada que atravesaba el espacio, que venía de lo más hondo y que no tenía límite ni fin. Me daba cierto miedo, evitaba mirarlos cuando ellos me vieran pero buscaba la forma de contemplarlos cuando no me miraban.
Durante mi adolescencia una de mis actividades favoritas eran los paseos por los muelles y ver los barcos, grandes, con olor a comida rara saliendo por la popa y con hombres asomados a las cubiertas, mirando en silencio; y yo imaginando qué imaginaban ellos, en qué pensaban, si estaban tristes, si soñaban con su casa o con su tierra, o con otros puertos.
Conocí a muchos habladores, chistosos, dicharacheros, que me hicieron reír, me divirtieron pero no me cautivaron nunca. Fueron hombres de pocas palabras o que contaban historias con pausa, con voz grave, los que consiguieron cautivar mi pensamiento y que los admirara o incluso mitificara.
Los personajes masculinos del cine que han marcado mi pasión cinéfila tienen esta característica y en la literatura podría decir lo mismo.
A medida que pasan los años me doy cuenta de que la vida, o mejor dicho, mi vida, conlleva decisiones necesariamente sopesadas y valientes. Intento ver los conflictos como los vería un hombre callado, el que durante muchos años no fui pero intento ser y decidir siendo un hombre sereno y callado.
Siempre tuve la impresión de que uno hablaba más de la cuenta y eso implicaba menos oportunidad de escuchar, de observar y de pensar.
En las ciudades, donde se es más anónimo, se descubren los rostros de hombres callados en mendigos, en hombres que caminan mostrando que no están en su país, en su lugar.
En los pueblos pequeños también aparecen solitarios, con caras impenetrables, que están de paso o que se quedan un tiempo y después desaparecen; ha sido una constante durante toda mi vida y siempre me queda el desconsuelo de una conversación o de saber más de su vida.
Con el tiempo intento dejar la pena y recordar sus rostros como personajes mudos de mi vida, casi como testigos transeúntes del paso del tiempo.
Hay ocasiones en las que en el sitio menos pensado, en un sendero de un barranco perdido, en el monte o mirando al mar aparece un hombre y en una sola frase, en un gesto o en una mirada, te alumbra ese lugar o ese momento. Y es entonces cuando piensas en el valor del silencio interior, de la contemplación, en la necesaria serenidad ante la vida.
Escribí antes sobre él y hoy lo vuelvo a mencionar. A propósito de la belleza de la mirada de un hombre callado, la mirada de mi amigo, el escultor Pedro Montañez.
¡Salud y fuerza Pedro!
Benjamín Trujillo
btrujilloascanio@gmail.com
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