Por Pablo Jerez Sabater*.- Corría el año 1821 cuando el último prior del convento dominico de San Pedro Apóstol de Hermigua, Fr. Antonio de Padilla, cerró sus puertas para siempre. Una iglesia, un pequeño recinto con varias celdas, una biblioteca, un refectorio y unas huertas formaban el recinto del que un día fue el motor cultural y económico del norte de la isla.
Los dominicos llegaron a la isla a finales del siglo XVI y se establecieron en el valle de Hermigua para tomar posesión de una ermita que transformaron en convento en 1611. Eran pocos y su posición social y económica tampoco era la mejor: una tierra próspera dominada por una élite recelosa de los nuevos habitantes; una parroquia con curato que buscaba establecerse en el Valle Bajo; y unos beneficiados de la iglesia de la Asunción de San Sebastián que querían mantener sus privilegios en esta zona administrando ellos los sacramentos.
Sin embargo, el peso del tiempo les hizo prosperar: diezmos, capellanías, promesas y misas rezadas y cantadas hicieron crecer al convento en frailes, tierras, árboles frutales, moreras para seda y viñas para el vino. Pero también el propio convento creció: la iglesia se fue ampliando hasta en cuatro ocasiones y el edificio donde vivían y estudiaban se adecentó y aumentó su capacidad para acoger hasta a una docena de frailes.
Todo este periodo de florecimiento tuvo lugar en el siglo XVIII, una época muy importante para la historia de Hermigua y donde el convento se convirtió, utilizando una analogía, en la primera escuela del norte de la isla. Materias como retórica, gramática, aritmética o latín eran algunas de las especialidades que se enseñaban en este recinto, cuya biblioteca llegó a tener varias decenas de volúmenes, según los inventarios conservados.
Lo que hoy conocemos como convento –sin la iglesia-, reconvertido en viviendas particulares tras el proceso comenzado en el Trienio Liberal (1820-1823) y la Ley de supresión de órdenes monacales –y que en 1838 llevó a poner a la venta más de veinte lotes de tierras y posesiones dependientes del mismo-, conserva aún el recuerdo de la que un día fuera casa de los frailes dominicos.
Su historia la conocemos bien: Ana Luis, viuda de Gaspar de Valladolid -hermano de Baltasar, quien había entregado las posesiones donde se asienta la iglesia- donó unas tierras para que se construyeran unas celdas en las que habrían de vivir los frailes Alonso de Castilla y Tomás Coronado. Cedió, además, unas posesiones “que podrá ser tres almudes de tierra de sembradura poco más o menos para hacer el claustro de dicho convento por los linderos de la banda de la acequia del agua y la calle que viene al dicho Convento que cae sobre un molino que fue de Francisco Luis Tornero”, según aparece en los términos de su capellanía conservada en el Archivo Histórico Provincial de Tenerife.
En su codicilo señala que estas celdas debían tener treinta y seis pies. Debido a la difícil orografía del terreno, el espacio privado lo conforman dos pisos de celdas junto con un claustro que, en realidad, no termina de ser cuadrado, como es usual, sino que su disposición recuerda más a un pasillo corrido que a un claustro en donde se repartían las diferentes dependencias.
Aún se conservan las columnas de madera que sujetan los pies derechos del claustro, así como las celdas, hoy transformadas en dormitorios, pero que conservan el espacio y los pares en su techumbre. Las medidas de las mismas son de 3 metros de ancho por 3,5 metros de largo. Bien es cierto que tampoco fue un convento que contase con gran número de frailes, por lo que no hacía falta una gran cantidad de celdas para alojarlos.
Sea como fuere, el tiempo ha mantenido en pie estas construcciones. Transformadas en época moderna para hacerlas habitables, aún conserva un arco de medio punto de cantería a la entrada de las dependencias conventuales, similar a las portadas de la iglesia, por lo que es probable que se levantase al mismo tiempo, es decir, en esa reforma de finales del siglo XVIII. Estamos pues, ante las soluciones más sencillas de todo del convento, pero no por ello son menos importantes, pues fueron el lugar donde hicieron su vida y educaron a los habitantes del norte de la isla de La Gomera durante más de doscientos años.
El conjunto del convento (iglesia, plaza, entorno y edificio conventual) ha iniciado el proceso para convertirse en BIC y, por tanto, ser protegido. Doscientos años después, la vida continúa: el convento sigue habitado, la iglesia sigue recibiendo feligreses y la plaza es un espacio de convivencia. Hace doscientos años que los frailes cerraron sus puertas para irse de Hermigua: doscientos años después son sus vecinos las que las mantienen abiertas para propios, y también para quienes vienen de fuera buscando el valor cultural de la rica historia del convento de San Pedro Apóstol.
*Historiador del Arte