Es curioso que esta sociedad siga teniendo la capacidad de sorprenderse ante lo obvio. Se publican las últimas cifras de la pandemia y ante el aumento de los contagios se produce una especie de asombro colectivo. ¿Pero de qué nos vamos a asombrar si está sucediendo lo que es previsible?
Hay una nueva variante, ómicron, que ha venido a sustituir a la “vieja” variante, delta. El coronavirus está mutando libremente en el mundo y aunque nos demos prisa con las vacunas vamos corriendo detrás de una enfermedad contagiosa terriblemente eficaz. Y si no se produce un comportamiento responsable de la gente, si no nos cuidamos a nosotros y cuidamos a los que más queremos, nos estamos arriesgando a contraer la enfermedad por muchas campañas y muchos esfuerzos que hagan las administraciones públicas.
Los países más ricos se han olvidado de que no vale de nada vacunar a todos sus ciudadanos si la otra mitad del planeta sigue abandonada a su suerte. Hay una terrible realidad en muchas zonas pobres de nuestro mundo. No solo porque no disponen de vacunas, sino porque la dispersión de la población en pequeños núcleos rurales hace muy difícil una vacunación masiva o incluso porque no hay electricidad disponible para conservar los viales a la temperatura que se necesita. Pero, claro, si no hemos querido evitar que la gente se muera de hambre y sed, ¿de qué nos vamos a sorprender ahora?
Cuanto más sabemos del coronavirus, más nos lleva a la conclusión de que nos enfrentamos a un enemigo enormemente peligroso y resistente. Esta no es una batalla que vamos a ganar en unos pocos meses y a olvidar como una pesadilla superada. Como un volcán apagado. Es una amenaza real que todavía está aquí y que estará durante mucho tiempo entre nosotros.
Mientras la ciencia busca soluciones —un tratamiento efectivo contra los efectos del coronavirus, que parece cada vez más cercano— la única vía que nos queda es la vacunación y mantener viva la economía, el comercio y la actividad social, aplicando determinadas reglas de protección y algunas limitaciones. No existe una varita mágica para hacer otra cosa. Si abres la mano y relajas las medidas de protección, los contagios crecen. Si cierras la mano y aumentas las medidas de restricción, la economía se resiente y crece la pobreza. Y así nos vamos moviendo entre la espada del virus y la pared de la recesión.
Las cifras en Canarias empiezan a ser muy preocupantes. Tanto que posiblemente lleven al Gobierno a endurecer las limitaciones a la interacción social. Nos enfrentamos a unas fechas navideñas que suponen viajes y encuentros familiares. Hijos que regresan de otros lugares para ver a sus padres. Familias que viven dispersas y que se reencuentran en sus raíces en estas fechas. ¿Quién puede evitar todo esto? Nadie. Pero el riesgo que estamos asumiendo es terrible. Y quienes único pueden evitar que el virus se nos vuelva a ir de las manos son las personas, a nivel individual.
Hay que pedirles a todos los que queremos que nos ayuden a proteger a los mayores de la casa. Hay pruebas que nos permiten estar seguros de que no somos portadores del virus. Y hay normas que sabemos que debemos cumplir. Que podamos contener el virus en estas fechas está en el ámbito de la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros.
No es descabellado pensar que una conducta irresponsable nos haga retroceder a épocas donde los contagios obligaron a las autoridades sanitarias a adoptar medidas extremas. Por toda Europa estamos viendo los efectos terribles de una nueva ola del virus.
Les deseo a todos paz y amor en estas próximas fechas. Pero también les pido mucho cuidado. El enemigo sigue aquí, entre nosotros, y se alimenta de la imprudencia. No le hagan un sitio en su mesa de Navidad.