Elegía para mi hijo Tanausú

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Francisco Javier González

Francisco Javier González.- Toda muerte produce dolor. Mucho más la de las personas que amamos, de los seres queridos, pero, tal vez el dolor más profundo, por lo ilógico, lo produce la muerte de un hijo. Nunca un padre debería sufrir el tormento de ver morir a un hijo en el que ha puesto amor y esperanzas.

Ese dolor profundo lo estamos experimentando, por segunda vez en nuestras vidas mi esposa, Juana, y yo. Primero fue nuestro hijo Tinguaro, con un infarto en plena flor de la juventud en una noche que los creyentes llaman Nochebuena y, para nosotros fue, Nochetrágica.

Ahora, esta misma noche, estamos asistiendo a la lenta extinción de mi hijo mayor, Tomás Enrique Tanausú, devorado, en el breve lapso que va desde que el 19 de enero en que se le diagnostica y extirpa un tumor en el cerebro, a esta nueva Nochetrágica en que, gracias a la sedación, la paz y el color ha vuelto a su rostro al menos en el escaso tiempo que su corazón, aún joven, sea capaz de seguir latiendo.

Los griegos creían que Tánatos y toda la caterva de dioses que, siempre tienen, como Jano, dos caras, una de las cuales es maligna, prefieren a los jóvenes y a los mejores. Tal vez por eso se han cebado con mis hijos.

Tanausú cumpliría el próximo día 19 los 57 años de su vida. ¡Que ironía que ese día se celebre el Día del Padre, cuando sus padres sufren el dolor de su pérdida y su propio hijo, Ruyman, no podrá felicitar al suyo por haberle dado ese don especial que llamamos vida!

Me asalta el recuerdo de un niño de cuatro años, en La Palma, cuando, bajo su atenta mirada montamos una tienda de campaña para pasar unos días en Los Cancajos. Era una tipo canadiense y al verla en la arena, casi a la orilla de la marea, me dice: Papá ¿Cuándo ponemos el barco en al agua? Tuvimos que explicarle que ese “barco” era una tienda para dormir en ella. Con esa tienda y unos añitos más recorrimos los cuatro que entonces formábamos la unidad familiar -Bentejuí aún no estaba ni en proyecto- una buena parte de tierras europeas.

Enormes pateos por Tenerife y Gomera, con acampadas en plena naturaleza como en nuestra cueva preferida de la playa de La Guancha. El trabajo ímprobo de cargar monte arriba, la arena necesaria para reparar la casa que habíamos adquirido en El Cedro, los veranos en el Pris tacorontero donde todavía no entiendo como no le salieron escamas. Sus excursiones, astia en ristre por Tenerife y Gomera. Todo eso y mucho más, pasa esta Nochetrágica ante mis ojos en forma de recuerdos

Las apreturas que siempre ha padecido la enseñanza en nuestra tierra me obligaron a tenerlo como alumno en el que, aún en ese entonces, solo se llamaba Instituto de Canarias. De allí a la ULL y la licenciatura en Historia y luego el salto a Heidelberg, en contra de mi deseo de que fuera a formarse en Dakar en Historia de África, la gran desconocida en Canarias. En ese tiempo, presidiendo yo el Centro “Amílcar Cabral” y formando parte de este y del PRAIC, se fundó el Centro Amazigh “AZAR”, del que fue su primer presidente. De regreso en Canarias entra a trabajar en el Archivo del HUC aportando su granito de arena en Intersindical.

Sé que mientras nosotros, su familia y sus amigos lo mantengan en el recuerdo, mi hijo sigue vivo. Espero que, como sucedió con Tinguaro, las chácaras -entonces de Rogelio Botanz- y los bucios de compañeros como Jaime Bethencourt y Carlos Fuentes, junto al sonido ancestral de los tambores gomeros acompañen su despedida de esta tierra que tanto amó en su viaje a la memoria.

Querido hijo. Nos veremos pronto en alguna verde estrella de esperanza y libertad.

La Laguna en la noche del 7 al 8 de marzo.

Francisco Javier González