Decía Campoamor “Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. El poema es de hace dos siglos, pero parece que fue escrito ayer. Y como ocurre con todas las verdades evidentes, el paso del tiempo no ha cambiado en nada la certeza de la frase.
Hoy se discute en España y en Canarias la conveniencia o no de bajar impuestos en una sociedad que está padeciendo los efectos de una inflación que nos empobrece a todos y muy especialmente a los que menos ingresos tienen en sus economías familiares. Es absolutamente normal que esto sea materia de discusión. Pero lo que llama la atención es que las posiciones de algunos estén condicionadas por el color del cristal con el que miran la realidad.
El Partido Popular, cuando llegó al Gobierno en 2011, subió los impuestos por importe de 22.000 millones. Como es normal, lo explicaron diciendo que la Hacienda del Estado estaba quebrantada y que había que recaudar a costa de lo que fuera. La frase que se repitió por aquel entonces es que el Gobierno quería salvar España, pero a costa de cargarse a los españoles. Hoy, en la oposición, el PP es el primero en enarbolar la bandera de rebajar los impuestos a los ciudadanos. Seguramente porque es más fácil pedir las cosas que uno sabe que no tiene que hacer, aunque constituya una certeza que si estuvieran gobernando su posición sería otra muy distinta.
Este oportunismo político, esa falta de responsabilidad y de sentido de Estado, es cada vez más frecuente en nuestro país. No estar en el gobierno de las cosas permite practicar la irresponsabilidad más extrema. Como si la obligación de velar por el bien común solo les correspondiera a los que les ha tocado el turno de estar a cargo de las instituciones. Y creo, de verdad que lo creo, que no debería ser así.
Soy de los que piensa que los trabajadores, los autónomos y las empresas de este país, necesitan urgentemente de un alivio fiscal. Porque los precios de las cosas se han multiplicado, mientras los salarios están congelados. Porque la subida de los tipos de interés ha causado un incremento de las hipotecas. Y porque vivir, simplemente vivir, se ha vuelto más y más caro para gente que tiene los mismos recursos.
El problema es que los gobiernos se enfrentan a una ingrata tarea. Si se bajan los impuestos de forma generalizada se está colaborando con el incremento de la inflación. Cuando se vive un proceso inflacionario las únicas medidas correctoras son enormemente duras y se basan en encarecer el precio del dinero, contener los salarios y los beneficios y apretarse dolorosamente el cinturón. Al mismo tiempo, a los gobiernos que están recaudando más por el incremento de los precios —sin tocar los impuestos el mismo porcentaje de la exacción se aplica sobre cifras mayores— se les plantea un problema añadido: las demandas de las personas menos favorecidas aumentan, al mismo tiempo que los gastos generales de los servicios públicos que también deben hacer frente a los aumentos de precio de la cadena de suministros.
Así pues, levantar la bandera de la bajada de impuestos generalizada es muy popular, pero también muy demagógico en unos momentos en donde la inflación es el principal enemigo que hay que doblegar. Lo que debería marcar cualquier medida en momentos como los que estamos es la prudencia y la contención. Pero eso parece que solo concierne a los que gobiernan, aunque debería ser una responsabilidad de todos.
Tenemos que alcanzar un gran acuerdo que imite a los “pactos de La Moncloa”. Un acuerdo que moderase el crecimiento de los salarios, de los beneficios empresariales, de los gastos de la administración pública y también de los precios. Lo triste es que hoy, casi medio siglo después, aquel gran acuerdo entre partidos, empresarios y sindicatos no sea posible. Porque las posiciones son demasiado encontradas y existe en nuestra democracia una absoluta incapacidad para el consenso. Algunos, cuando miran hoy el bien común, lo hacen a través de un espejo, que también es un cristal, pero que solo les permite verse a ellos mismos.