En cualquier barco existe un número máximo de pasajeros. Que haya más de la cuenta puede comprometer la estabilidad y poner en peligro la flotación o la maniobrabilidad del buque. Lo mismo ocurre en estos ocho barcos de piedra que llamamos Canarias. Y ya va siendo hora de que le prestemos atención a un problema que empieza a ser alarmante.
El desafío de nuestro tiempo es la igualdad. Es el objetivo que perseguimos. Queremos que todas las personas tengan los mismos derechos, servicios y oportunidades. Pero las personas habitan en el territorio. Y, desgraciadamente, el lugar en el que se vive condiciona la vida. En Canarias coexiste un país moderno, donde se disfruta de fibra digital, y otro donde es imposible abrir una página web. El presente es tecnológico. Y en este presente, de aquí y ahora, hay ciudadanos que no tienen las mismas oportunidades ni los mismos servicios.
La desigualdad tecnológica no es inocente. El mayor desarrollo en ese sector se corresponde con los territorios de mayor renta per cápita y más alta capacidad económica. Son lugares que, a su vez, tienen los mejores servicios sociales o los salarios más altos, la mayor excelencia en las universidades y centros de formación o las comunicaciones más eficientes. No es casualidad, por tanto, que los mejores sean cada vez mejores y los que están atrasados se queden cada vez más atrás.
Canarias padece una desigual distribución de la población. La concentración en determinadas islas de grandes infraestructuras y de actividades intensivas en mano de obra ha provocado una importante brecha en el desarrollo. Y lejos de actuar como contrapeso, la administración pública, centralizada, ha acentuado ese desequilibrio, creando una Canarias llena frente a otra vaciada.
La necesidad de encontrar trabajo y futuro ha desarraigado a miles de jóvenes de las Islas Verdes. Muchos de ellos han acabado en las dos islas capitalinas. Las islas más pequeñas de Canarias han sufrido un despoblamiento que amenaza con convertirlas en geriátricos. El ochenta por ciento de la población de Canarias vive en dos islas que tienen menos de la mitad del territorio del Archipiélago. Durante décadas hemos importado mano de obra mientras en Canarias se tenían tasas de paro que duplicaban la media nacional. Y hemos incrementado el turismo hasta llegar a los 16 millones de visitantes, una población flotante —permanente— de unas trescientas mil personas. Y todo ello, sin tomar medidas para reducir nuestro impacto en el territorio y el medio ambiente. Todo esto ni es sensato ni es sostenible.
Haciendo siempre lo mismo se obtienen los mismos resultados. Si queremos corregir las cosas, debemos cambiar. Debemos invertir las prioridades. Si nuestras políticas siguen estimulando el crecimiento y desarrollo de las zonas colmatadas, la población masificada de los cinturones urbanos seguirá creciendo. Y a mayor crecimiento demandarán mayores recursos que provocarán más crecimiento. Y será una serpiente que se muerde la cola.
La acción política consiste precisamente en tomar decisiones capaces de corregir la desigualdad y el deterioro de las condiciones de vida de miles de familias que se ven expulsadas del bienestar que disfrutan otras.
Hemos luchado para conseguir una discriminación positiva en favor de los que menos recursos tienen. Pero es difícil romper las inercias. El peso de las grandes poblaciones es también el peso de las grandes masas de votantes.
Ahora, Canarias empieza a plantearse el reto, que no el problema, de la población. Ya era hora. Pero la realidad de las islas masificadas no es la misma que la de las Islas Verdes. Las soluciones, por lo tanto, no pueden ser iguales. Por un lado hay que tomar medidas que nos garanticen un desarrollo sostenible, mientras que por el otro hay que adoptar políticas que promuevan la igualdad efectiva de derechos y servicios de unos canarios que hoy padecen otra realidad. Espero, sinceramente, que seamos capaces de responder a esas dos necesidades que son el reto del futuro.