Esta pasada semana ha ocurrido un hecho excepcional. Representantes de distintos partidos políticos en el Parlamento de Canarias han acudido a las Cortes españolas para defender un acuerdo mayoritario de la asamblea legislativa canaria en favor de las competencias de la Zona Especial Canaria y de la necesidad de mantener las operaciones de comercio triangular que se venían realizando con toda normalidad en las islas, hasta que la Agencia Tributaria, en una interpretación restrictiva, decidió excluirlas de los beneficios de la ZEC.
Es importante que los grandes partidos políticos de Canarias se hayan puesto de acuerdo, cada uno con sus matices, en la defensa del régimen especial de las islas. Y que hayan ido a Madrid para exponer y defender las razones que asisten a nuestra región. No es frecuente que tal cosa ocurra.
Llevamos décadas escuchando el repetido argumento de que hay que buscar alternativas al “modelo económico” de Canarias basado en el turismo. Se le achacan todos los males de nuestro archipiélago: salarios bajos, impacto en el medio ambiente, encarecimiento de la vivienda o, entre otros, importación de mano de obra. Sean o no ciertas estas acusaciones, lo cierto es que se repiten una y otra vez, acompañadas de una frase: “hay que diversificar la economía de las islas”.
Nuestra región está limitada para tener una gran industria, porque estamos lejos de los grandes mercados y carecemos de materias primas. Y tampoco podemos desarrollar una gran agricultura y ganadería, porque no tenemos suelo suficiente ni agua abundante. Así que parece obvio que el rol que pueden jugar nuestras islas se encuentra en el comercio o en las nuevas industrias tecnológicas basadas en la prestación de servicios a través de redes.
Para esta tierra, la existencia de un diferencial fiscal con el resto de España y Europa no es un privilegio, sino una cuestión de supervivencia. Cuando a la baja tributación canaria se le suman los sobrecostos del transporte, enormes para una región tan lejana y fragmentada, los precios que se padecen en Canarias son, en muchas ocasiones, iguales o superiores a los del territorio peninsular. La cesta de la compra en las islas menores se encuentra en la zona de los más caros del Estado. Y lo mismo ocurre, en general, con el coste de la vida.
Hace no muchos años, Canarias no tenía impuestos al consumo; o sea, no existía el IGIC. Como consecuencia de la integración de las islas (y de España) en la Unión Europea, el Archipiélago se aproximó al modelo de mayor fiscalidad de los países europeos de los que formamos parte. Pero se nos dijo que para hacer posible la vida en estas islas se nos trataría de forma especial y de acuerdo a nuestras singularidades. Así se recoge en el Tratado de Lisboa de la UE, y más tarde en los nuevos Estatuto de Autonomía de Canarias y la Ley de Régimen Económico y Fiscal. Somos especiales porque estamos muy lejos, porque carecemos de recursos y porque existen enormes dificultades para la subsistencia en un territorio ultraperiférico y discontinuo.
Que en pleno siglo XXI aún tengamos que estar yendo a Madrid para explicar esto una y otra vez, clama al cielo. Nadie en su sano juicio puede pensar que el tratamiento especial que se le da a Canarias en algunas materias es un privilegio: basta con mirar la tasa de paro en unas islas que, además, padecen los peores salarios del Estado. O mirar nuestras cifras de pobreza y exclusión social. Es hasta cierto punto indignante que a estas alturas tengamos que seguir esforzándonos en explicar la realidad para que nos permitan tener excepciones fiscales que logren atraer a algunas empresas para operar en las islas, como en el caso del cine o el comercio triangular.
Si en la Administración del Estado no son capaces de darnos ventanas de oportunidad para dejar de depender en exclusiva del monocultivo del turismo —que nos ha permitido prosperar hasta hoy— nos están condenando a una pobreza eterna. Ver a nuestros parlamentarios, codo con codo, hablar en defensa de Canarias en las Cortes, me ha alegrado esta semana. Por algo se empieza.