Esta ha sido, para muchos, una semana triste. Porque hemos perdido a un canario excepcional, uno que perteneció a una generación de políticos que marcaron la diferencia. Jerónimo Saavedra, antes de ser alcalde, diputado o presidente de Gobierno, formó parte del milagroso proceso de la transición política en España. Ese con el que hoy se practica un olímpico desprecio suicida, porque los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Los años de la oposición democrática, los de la demolición de la dictadura y la creación de las bases de la democracia, fueron posibles porque existían políticos como Jerónimo Saavedra. Gente que defendió la libertad desde la tolerancia, que supo sentarse con los adversarios enterrando las discrepancias y trabajando por el bien común.
La tristeza que siento por la marcha de un amigo, de un compañero y de un político irrepetible, aumenta por la decepción ante la crispación política de nuestro país. No existe ningún lugar de encuentro y ningún espacio de consenso. Hoy parece que solo nos dedicamos a encontrar lo que nos separa, en vez de confluir en aquello que nos une. Y mientras los partidos políticos y los agentes económicos y sociales se desgastan persiguiendo su mutua destrucción, de alguna manera están carcomiendo los pilares de nuestras instituciones, que se asientan en la confianza y el respeto del pueblo al que debemos representar.
Si hay algo que definió en toda su trayectoria vital a Jerónimo Saavedra es que no fue sectario. Que defendió apasionadamente aquello en lo que creía, pero desde el respeto a las discrepancias y el intento de entender y de convencer a quienes sostenían criterios diferentes. Y ese espíritu murió mucho antes que él, en esta sociedad enormemente crispada y mediatizada.
La construcción de nuestras libertades no fue una obra perfecta, ni mucho menos. Reconociendo los fundamentos que nos han permitido prosperar y convertir este país en una próspera democracia europea, algunos ponemos el grito en el cielo por las injusticias sociales, por el deficiente reparto de la riqueza, por la desigualdad territorial y por la alarma que nos despierta una burocracia que se ha convertido en una pesada carga que impide el nacimiento del talento y el desarrollo de la emprendeduría. Pero la solución a esos problemas, como a la de tantos otros a los que nos enfrentamos, no consiste en destruir lo bueno que tenemos, sino en perfeccionarlo y corregir sus errores.
Hoy, en pleno debate político sobre la amnistía política, algunos estamos más preocupados por otro aspecto de la realidad, mucho más tangible: la amnistía fiscal. El sindicato de técnicos del Ministerio de Hacienda, Gestha, ha calculado que la condonación de la deuda autonómica, si se aplican los mismos criterios alcanzados en los acuerdos políticos de Cataluña, alcanzaría los cincuenta y ocho mil millones de euros. Y en el caso concreto de Canarias podría llegar a los dos mil seiscientos millones. Esta discusión aún no ha empezado pero es la que realmente debería preocuparnos. Porque las deudas no desaparecen, solo cambian de capítulo en los presupuestos. Quienes la van a pagar son los ciudadanos españoles.
Ya hemos escuchado a responsables del nuevo Gobierno de España diciendo que son momentos complicados para reformar el sistema de financiación autonómica, que ya está caducado. Tienen razón. Pero el hecho es que Canarias está financiada por debajo de sus verdaderas necesidades y obligaciones. El gravísimo error consiste en que a los efectos del cálculo de la financiación de Canarias se están sumando peras con manzanas: a los fondos que se reparten en el Sistema de Financiación se añaden, en el caso de las islas, los que nos llegan de nuestros impuestos propios y las ayudas derivadas de nuestra lejanía e insularidad. Eso no solo es injusto sino que es claramente ilegal.
Tendremos que hacernos escuchar en el peor momento. En un ambiente político populista, enrarecido por el egoísmo y el choque entre el separatismo y el centralismo. Pero nos enfrentamos a uno de los mayores retos de Canarias, que va a marcar la diferencia, en los años futuros, entre nuestra prosperidad o nuestra ruina. Estoy triste porque hemos perdido a uno de los grandes. Y también porque veo, con pesar, que estamos divididos y debilitados en el momento en que más unidos deberíamos estar en defensa de los más vulnerables.