Cada vez que tengo oportunidad le recuerdo a la gente más joven que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Hoy parece que nos enfrentamos a problemas extraordinarios y cunde una especie de desánimo ante la magnitud de las calamidades que nos caen encima una y otra vez. Pero no hay nada nuevo bajo el sol. A la gente que nos precedió también le tocó sufrir y caer para tener que volver a levantarse. Y probablemente con menos recursos, medios y libertades de las que tenemos hoy en día.
La memoria de la sociedad no es el recuerdo de la experiencia de los que estamos vivos, aunque a veces lo parezca, sino la suma de los acontecimientos que vivieron nuestros antepasados. Ellos vivieron epidemias, miseria, caciquismo, emigración, dictadura…. Pero si algo hemos aprendido es que la vida sigue. Como ha ocurrido con la gran crisis económica de principios de ese siglo, con la gran riada de Tenerife del año 2002, con la pandemia o con el volcán de La Palma. Las calamidades pasan y nosotros seguimos adelante.
Sin embargo, nuestro mayor enemigo no son los desastres naturales. Ni siquiera las amenazas ciertas del cambio climático. Somos nosotros mismos. Lo que marca la diferencia no es el hecho al que uno se enfrenta, sino la capacidad y la fuerza con la que contamos para superarlo. Y hoy se tiene la sensación, o eso me parece a mí, de que nuestros asuntos públicos se encuentran en las peores manos. De que la política se ha convertido en un enfrentamiento estéril, un espectáculo bochornoso e irresponsable donde los partidos no piensan en el interés general, sino en el suyo propio. En el beneficio electoral puro y duro.
Tal vez sea cierto que hemos idealizado la Transición en España. Es un pecado que de alguna manera comparto. No fue un tiempo de vino y rosas, como a veces se cuenta. Hubo atentados sangrientos de la ultraderecha franquista que se resistía al cambio y de los terroristas vascos que también estuvieron a punto de hacer saltar por los aires nuestra recién nacida democracia. Hubo un intento de golpe de Estado y guerra sucia en las alcantarillas de la política. Pero de alguna manera, en medio de todo eso, hubo personas con la capacidad de hacerse entender y de entender a los demás. Personas que hicieron posible el milagro económico de España, nuestro desarrollo, la entrada en Europa y todos esos logros que nos convirtieron en una sociedad del bienestar y en una de las primeras economías de la Unión Europea.
En estos días en los que estamos empezando el año, si tuviera que pedir algún deseo no tengo duda que sería el regreso a ese espacio de consenso y de entendimiento entre los diferentes. Lo que hoy nos sobra es el enfrentamiento, la descalificación y el insulto que se ha convertido en la manera en que algunos hacen política, concebida como un espectáculo para llamar la atención y no como una herramienta para solucionar los problemas de la gente.
Que no nos engañen las ciudades llenas de luces y decorados navideños y los comercios y supermercados repletos. Muchas familias de Canarias viven estas Navidades con las mismas dificultades y la misma tristeza que han vivido el resto del año. Y serán demasiadas familias. Porque la pensión no contributiva no da para más. Porque el salario no llega. Porque el puesto de trabajo no aparece. Siento que nuestra principal obligación no es con esa gente feliz que llena las calles y hace funcionar el consumo, sino con esa otra que no aparece en la postal de la felicidad.
Como esta sociedad funciona y hay gente maravillosa, en estas fechas hay manos que se tienden, regalos que llegan a niños y niñas de familias en dificultades, comedores sociales que hacen cenas estupendas, voluntarios que llevan pedazos de felicidad a residencias o centros de atención de menores migrantes. Pero la Navidad no dura todo el año y la pobreza sí. Por eso hace falta que dignifiquemos la política. Que seamos capaces de ponernos de acuerdo en trabajar juntos en la defensa de aquellas cosas que resultan esenciales para garantizar el bienestar de las personas a las que servimos. El mayor peligro al que nos enfrentamos hoy no son los desastres naturales, es la catástrofe de una política insensata.