La magia no existe. Cuando setenta hombres y mujeres elegidos por todos los canarios para representarles se reúnen en el Parlamento nadie debería esperar que vaya a producirse un hecho milagroso y se solucionen los problemas que esta tierra arrastra desde hace ya demasiado tiempo. Lo que cabe esperar es que esas personas sean capaces de plantearse constructivamente qué pueden hacer para ayudar a que los ciudadanos de las Islas sean capaces de encontrar el camino de su prosperidad.
Esta pasada semana hemos discutido cómo está Canarias. Y casi todas las fuerzas políticas coinciden en ver los mismos síntomas. Tenemos un paro estructural, una gran economía sumergida, una pérdida de renta por familia en relación con la media española y europea, una riqueza que no se reparte adecuadamente y que en gran medida se crea en las Islas pero no se queda en las islas… Frente a eso, nuestro sector público ha crecido hasta superar su récord histórico. Nuestros presupuestos son los mayores que jamás se han tenido en esta Comunidad. Y sin embargo nuestros servicios públicos, como Sanidad, Derechos Sociales, Vivienda o Educación, están lejos de ser suficientes para atender en tiempo y forma la demanda de los ciudadanos.
No tenemos un problema de riqueza, sino de la estructura de reparto de esa riqueza. Necesitamos aumentar la productividad de nuestra economía, mejorar el salario de la gente, favorecer el crecimiento de las empresas y elevar el montante de nuestras exportaciones. Pero para hacer todo eso hay que empezar la casa por los cimientos. El sector público está al servicio de los autónomos, las pymes y los trabajadores. En un estado de Derecho, regido por un bosque de leyes y reglamentos, gran parte de las actuaciones privadas dependen de trámites cada vez más complejos y difíciles que pueden hacer fracasar cualquier proyecto y provocar perjuicios. Hablo desde resolver una pensión de jubilación, tramitar una dependencia o gestionar la prolija documentación de la puesta en marcha de una actividad económica.
Simplificar la burocracia, mejorar los tiempos de respuesta de la administración pública y reformar la manera en que se trabaja al servicio de la sociedad, es la primera tarea que debe emprenderse por un Gobierno que quiere de verdad cambiar las cosas. Y dentro de ese trabajo está la reforma de la arquitectura del sector público en Canarias.
Las Islas Verdes han puesto en vigor un discurso que reclama la igualdad efectiva de todos los canarios con independencia del lugar en que habiten. Los desequilibrios entre los derechos y oportunidades de las islas periféricas con las dos capitalinas son cada vez mayores. La brecha entre los más y los menos favorecidos se amplía en Canarias con la doble insularidad. Ya hay quienes, en las dos islas capitalinas, intentan defender su estatus con uñas y dientes intentando enfrentar a las islas menores entre sí. Es una trampa en la que no debemos caer. Lanzarote y Fuerteventura, que cuentan con un importante desarrollo turístico y poblacional, padecen la doble insularidad tanto como las Islas Verdes, y tienen sus propios problemas y su idiosincrasia económica. Los problemas de La Gomera, La Palma y El Hierro, islas que sufren el envejecimiento poblacional y una frágil economía, son también propios y específicos. Pero todas las cinco islas enfrentan una injusticia común: la concentración del poder institucional, de las sedes públicas, de decenas de miles de empleados de la administración y de grandes infraestructuras en solo dos de las siete islas de Canarias.
Construir una comunidad de ciudadanos iguales exige tratar desigualmente a los desiguales. Discriminar en favor de los menos favorecidos. Corregir los desequilibrios con políticas públicas adecuadas a las particularidades de cada isla. Y todo eso es posible hacerlo sin hacer magia, solo se necesita hacer política.