Es difícil abstraerse de la tensión que se respira en estos días en el mundo y en nuestro propio país. Algo va muy mal cuando una persona sensata, prudente y responsable, como la ministra de Defensa, Margarita Robles, expresa públicamente que la posibilidad de un conflicto nuclear, provocado por un ataque de Rusia, no es algo que se pueda descartar y que, incluso, está hoy mucho más cerca de ser real.
El llamado “reloj del apocalipsis” o “del juicio final” es un famoso reloj simbólico que se puso en marcha en 1947 por un grupo de la Universidad de Chicago colocándolo a solo unos minutos de la medianoche, en la que se representaba la destrucción total de la humanidad. Si aún está funcionando, seguro que en estos últimos tiempos el minutero ha dado un nuevo salto acercándose a las doce.
Pero no es que el mundo parezca estar loco, es que además en nuestro país se están produciendo acontecimientos que tampoco ayudan a tranquilizar a la gente. Les podría citar, así al pronto, una enorme cantidad de temas urgentes que necesitan una respuesta de quienes gestionan los intereses públicos de nuestra sociedad. Por ejemplo, los casi seis mil menores migrantes no acompañados que atendemos al límite de nuestras posibilidades en Canarias. Por ejemplo, los casi seiscientos mayores abandonados por sus familias en centros hospitalarios sin que padezcan ninguna patología, excepto su avanzada edad y dependencia. Por ejemplo, las pensiones no contributivas que no permiten mantener una vida digna. Por ejemplo, la pobreza que se está cronificando en miles de familias de nuestras islas… Así podría seguir en un larguísimo listado. ¿Pero nos estamos ocupando realmente de todo esto?
La peor política ha venido para quedarse. Los grandes partidos, y algunos que no lo son tanto, están obsesionados y embebidos en una peligrosísima endogamia en la que solo cuentan sus ambiciones y sus intereses. Cuestiones de raíz puramente política, como la Ley de Amnistía o el proceso soberanista catalán, o los permanente escándalos de personas que han traicionado la confianza de sus partidos o de sus amigos, se adueñan de los telediarios y de los titulares y vienen a sustituir otros asuntos de los que dependen las vidas y el bienestar de millones de ciudadanos.
En los años de la Transición, la política en España se consideró una herramienta para transformar la sociedad. Había, por supuesto, enfrentamientos políticos e intereses electorales, pero todos los partidos eran conscientes de que su primera obligación era solucionar los graves problemas de un país que salía de una cruel dictadura. Partidos políticos, sindicatos y patronales llegaron a acuerdos difíciles en los que unos y otros tuvieron que ceder para conseguir un bien mayor: el de todos. El país, entre turbulencias y conflictos, funcionó hasta tal punto que se convirtió en una de las economías más importantes del mundo desarrollado.
Las nuevas generaciones tienen mejor formación, nuestros trabajadores y empresas están más capacitados que nunca, nuestra economía crece saludablemente y ha atravesado crisis y pandemias sin hundirse. Pero mientras el barco navega y la tripulación funciona, el puente de mando es un desastre. Quienes están llamados a ser ejemplares y a transmitir a los ciudadanos una imagen de prudencia y responsabilidad, nos están ofreciendo un triste espectáculo de enfrentamientos zafios, de insultos y de radicalidad.
Hay demasiados asuntos pendientes para perder el tiempo. Hay retos económicos y sociales, desde la solvencia del sistema de pensiones hasta la modernización de nuestras administraciones, que dependen enteramente de quienes nos autodenominamos servidores públicos. Pero mal podremos trabajar por quienes confiaron en nosotros si la principal ocupación de la política es la política misma; un debate ideológico que no permea en medidas concretas para la sociedad. Los misiles nucleares que tiene a su disposición ese dictador llamado Putin puede destruir materialmente nuestro país —y muchos otros— pero es posible que sea mucho más peligroso y más real para nuestra tierra que la destruyamos nosotros con el pesimismo, con la falta de esperanza y con un enfrentamiento estéril y suicida.