Afronto estas reflexiones tras la celebración de las manifestaciones convocadas el pasado sábado para protestar por las deficiencias del actual modelo turístico de Canarias y pedir un cambio. Y lo hago entendiendo que haya sido más o menos masiva, hay que aceptar que existe en la sociedad, guste o no guste, la sensación de que algo está pasando, de que algo funciona mal en nuestras islas.
Al contrario que otros, creo que es legítimo que los ciudadanos descontentos manifiesten su opinión en las calles para dar un toque de atención a quienes gobiernan. Y que ese tipo de protestas, que son habituales y sanas en una democracia, suponen un termómetro válido para medir la temperatura social con respecto a determinados problemas. De igual manera, sostengo que esas protestas no sustituyen ni deslegitiman el poder de representación de los legisladores que fueron elegidos democráticamente por el cuerpo electoral de Canarias en las pasadas elecciones. Como se suele decir, cada uno en su casa y dios en la de todos.
Haríamos mal si no percibiéramos que existe un creciente malestar en una sociedad donde se están produciendo situaciones que lesionan gravemente el estado del bienestar. Es patente que en nuestra tierra existen problemas de vivienda accesible, de movilidad, de inserción en el mercado laboral, de reparto de la riqueza o, en términos generales, de sostenibilidad. Y casi todos ellos, si se piensan bien, están más en relación con la carga de población que soportan las islas que con la forma concreta en que nuestra comunidad obtiene la riqueza de la que vive. No creo, por tanto, que nuestros problemas deriven del turismo, sino que, antes bien, devienen de un creciente número de residentes concentrados especialmente en las dos grandes islas capitalinas que están “exportando” a toda Canarias un problema que solo les afecta a ellas.
La colmatación de las grandes áreas metropolitanas de Tenerife y Gran Canaria, con casi un millón de habitantes, crea disfunciones que no son iguales a las que padecen las Islas Verdes. Las necesidades de las grandes áreas turísticas, en las dos grandes islas o zonas de Lanzarote y Fuerteventura, no son similares a las de La Palma, La Gomera o El Hierro. Y patologías distintas no pueden ser tratadas con similares medicamentos, salvo que se quiera agravar los síntomas del paciente. Hablar de Canarias como un todo homogéneo es un error porque el territorio y la población es diverso y sus problemas y necesidades también.
Hablar del “cambio de modelo productivo” en las islas no es una novedad. Llevamos décadas haciéndolo. Pero la realidad nos ha demostrado que ese cambio es extremadamente difícil, si no imposible. Nuestra riqueza natural es el clima y el medio ambiente y la venta de servicios turísticos es el modelo más adecuado para poner en valor ese patrimonio. El gran problema de Canarias radica en una desigual distribución de la población, concentrada en las zonas de prevalencia económica e institucional, cuyo crecimiento empieza a ser insostenible. Nuestro problema no es tanto la riqueza, porque vivimos de aquello que podemos monetizar, como la capacidad de carga de población que puede asumir nuestra economía.
En las últimas décadas, las islas han hecho tímidos esfuerzos por diversificar sus fuentes de riqueza. Hemos apostado por la industria audiovisual o por las nuevas tecnologías, sobre la base de crear atractivos fiscales que incentiven estas actividades en nuestro territorio. Pero el hecho incontestable es que nuestro sector primario está desapareciendo y que nuestra industria no gana peso en el conjunto del PIB de las islas. El motor que funciona es el turismo que tira del comercio, de la construcción, del transporte y de otros sectores que prosperan a la sombra de millones de viajeros de toda Europa que nos eligen como destino de sus vacaciones.
Hay que escuchar la voz de la gente y entender sus razones. Los problemas de vivienda son reales. Los sobreprecios y la inflación que padecen son reales y afectan a la capacidad adquisitiva de las familias. El creciente malestar de los ciudadanos que sufren salarios bajos, colas en las carreteras y deficiencias en el acceso a los servicios públicos, es real. Pero la solución no está en recortar la riqueza que obtenemos de nuestro único sector de éxito, sino en vislumbrar de qué manera podemos regular un crecimiento poblacional que no es sostenible. Como en aquella vieja canción de Carlos Puebla, el problema no es la leche que da la vaca sino la cantidad de gente que se la bebe.