Hay una oportunidad. Seguramente ha emergido del abismo porque nos estamos acercando a un acantilado peligroso, un punto de mal retorno en la espiral de odio y deshumanización de la política en España. La carta del presidente del Gobierno ha sido un aldabonazo para la conciencia cívica y la calidad democrática de este país. Son horas decisivas. Y no solo para el presidente Sánchez; ni siquiera para el Gobierno. Son horas decisivas para nuestra convivencia y para la fortaleza de la democracia española. Porque el debate ético que ha alumbrado su reflexión tiene la virtud de retratar tres corrientes telúricas con un punto de conexión.
1. Mercenarios.
La primera de estas corrientes es el espíritu del tiempo; nuestro zeitgeist. Se habla con demasiada ligereza de polarización y crispación, y esa equidistancia irreflexiva es una trampa. El veneno que emiten los mercenarios de la información –los Wagner que fabrican bulos y construyen una realidad fake radiactiva— persigue un propósito. El gusano roe los contrafuertes de la democracia. Quiere tumbar y poner gobiernos al margen de la voluntad popular. Y por el camino, ese gusano cebado con desinformación, intereses opacos y odio va minando la convivencia. Pregunta el presidente Sánchez si vale la pena el sufrimiento humano que está pagando. Hagamos una derivada con esa misma pregunta. ¿Le vale la pena a la derecha conseguir «un António Costa»? Es decir: provocar, al precio que sea, la caída de un presidente del Gobierno democráticamente elegido a base de falsedades, bulos y guerra sucia judicial. ¿Le vale la pena? Esa es la pregunta que algunos deben responderse. Todos los demócratas asumimos que el golpismo no tiene cabida en nuestra sociedad. Cuando las armas son la mentira sistemática, el hostigamiento virulento, el linchamiento mediático y la guerra judicial, entonces el golpismo adquiere otra naturaleza: la de un lento y callado corrosivo que, además, sirve de absurdo parapeto para silenciar el progreso real del país y enmascararlo tras las burbujas irreales del algoritmo intolerante. Ese golpismo de facto ningún demócrata lo debería consentir.
2. Respeto.
La segunda corriente que este episodio ha visibilizado es el espíritu de la democracia. La democracia no son solo las urnas, es algo mucho más profundo, complejo y valioso. La democracia es, ante todo, una actitud cívica fundamentada en el respeto. La democracia es incompatible con el odio y la deshumanización. Ya lo vimos en los años 30. Albert Camus decía que un hombre rebelde es aquel que dice no. Es hora de que los demócratas, con independencia de su inclinación ideológica, digan «no» al camorrismo político, a ese populismo amoral que ha colonizado el cerebro de algunos representantes políticos para quienes ya todo parece valer. Su relato, y su modus operandi, va vampirizando a quienes sellaron el pacto democrático español. Eso es lo peligroso. Salvador Illa reivindicaba estos días la necesidad de una «resistencia colectiva». No se trata de frentismos, de unos contra otros; poco se construye con esa actitud. Se trata de tomar conciencia de cómo puede pervertirse la democracia y la soberanía popular si no frenamos esta hemorragia que hace tres meses linchaba con saña a un muñeco del presidente del Gobierno y que ahora desemboca en el linchamiento de su vida familiar. Camus decía que un hombre rebelde «es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento». Ahí está la clave: los demócratas debemos mostrar un rechazo frontal al rugido de los amantes del odio. Y también tenemos que mantener, con unidad, la exigencia del respeto. Decir no. Y decir sí.
3. Momento Transición.
Esta es la tercera corriente: refrescar el espíritu de la Transición. Urge un acuerdo sobre los límites de la lucha partidista. Un compromiso que aísle, de manera inequívoca, a aquellos que recurren a la utilización política de los tribunales y a la desinformación para la destrucción personal del oponente político. Resulta inevitable recordar a Fernando de los Ríos, autor de El sentido humanista del socialismo, cuando hace un siglo denunciaba «la degradación de la dignidad del hombre y del sentido de la vida». Necesitamos esa mirada humanista frente al triángulo pernicioso que alinea el odio, la mentira y la amoralidad política. ¿Qué clase de políticos tendrá España en el futuro si esta tendencia se impone? ¿Quién se atreverá –o peor: quién se sentirá atraído– a ser concejal, alcaldesa, consejero, diputada, ministro o presidenta? ¿En qué manos quedará el gobierno de nuestra sociedad, nuestra res publica, si no pactamos los límites del debate político y reconducimos la situación?
Ojalá el presidente Sánchez decida continuar allá donde la soberanía española ha decidido que esté.
Ojalá la sana reflexión que su carta ha provocado nos aleje de los abismos y de los monstruos.
Ojalá aprovechemos esta oportunidad para frenar la deriva trumpista y fortalecer nuestra democracia. En ello nos va la convivencia.
José Montilla es expresident de la Generalitat de Catalunya.
Guillermo Fernández Vara es expresidente de la Junta de Extremadura.
Ximo Puig es expresident de la Generalitat Valenciana.