Cuando un canario mira el mar que nos rodea, ese horizonte azul y esa espuma, se siente en conexión con el alma profunda de los isleños. Porque ser habitantes de Canarias nos convierte en herederos de la memoria de quienes han ido y venido a través de ese Océano, que es tan hermoso como terrible.
Estos días pasados he sentido el peso de la tristeza mirando la imagen de los cuerpos arrastrados por las corrientes hasta las piedras de nuestras costas de La Gomera. Y he vuelto a recordar la imagen del cadáver de aquel niño sirio blandamente depositado en la arena de una playa lejana, que nos abofeteó el corazón. El mar nos arroja los muertos y el tiempo traidor nos hace olvidarnos de ellos.
Cuando escucho decir que el asunto de la migración en Canarias está controlado me invade la indignación. No solo porque no es verdad, sino porque supone la máxima expresión del desinterés y la ignorancia con la que muchas veces tratan los asuntos de los europeos que vivimos en este lejano Archipiélago.
Nuestras islas, en distintas ocasiones, han enfrentado en la más absoluta soledad oleadas de migrantes provenientes del vecino continente. España y la Unión Europea han tenido el tiempo suficiente para entender y atender lo que está ocurriendo en Canarias, pero no han afrontado con valentía ese problema, por razones que se me escapan, pero que me resultan incomprensibles.
La ruta de Canarias se ha convertido en la más mortífera del planeta. Las cifras de llegadas no dejan de aumentar y los expertos, durante estos días, nos están advirtiendo de que a lo largo de este año vamos a registrar la arribada de miles y miles de nuevas personas desesperadas que huyen de las tiranías, de las guerras y del hambre, buscando una vida mejor en las democracias europeas. Pero miles de personas, hombres, mujeres y niños, lo único que consiguen encontrar es una tumba en el fondo del Océano Atlántico.
Las oleadas de migrantes del continente africano, tanto como la precaria situación de muchos países cercanos a las Islas, son fenómenos que deberían preocuparnos desde muchos puntos de vista. Porque se desborda nuestra capacidad de acogida y asilo pero sobre todo porque causa un enorme número de víctimas inocentes. Llevamos demasiado tiempo exigiendo que actúe la solidaridad del Estado del que formamos parte, pero aún hoy continuamos esperando, por ejemplo, los cambios legislativos necesarios para la distribución de los menores migrantes.
Nuestra sociedad, esa de la que tanto nos quejamos y a la que tantos problemas le vemos, es el paraíso con el que sueñan los que son verdaderamente pobres, los que no tienen acceso a la educación y a la salud. Los que son capaces de jugarse la vida para intentar llegar hasta nosotros.
No tengo la capacidad ni los conocimientos suficientes para determinar cómo se puede conciliar la obligación moral de ayudar a tantos de nuestros semejantes con la evidencia de que es imposible que podamos hacerlo cuando se desborda nuestra capacidad de atención. Pero sí sé que cerrar los ojos ante los problemas y pretender ignorarlos, como si no existieran, es el mayor error que se puede cometer. No hay fotos en las portadas de la prensa nacional con los cadáveres que llegan a nuestras playas y apenas ocupamos unos segundos en los telediarios. Pero el drama humano que se está produciendo en la frontera Sur de Europa, que somos nosotros, es terrible, aunque se pretenda ignorar.