Esta semana en La Gomera volvimos a poner en valor los lazos que nos unen con América con motivo de la celebración de las Jornadas Colombinas, en la que conmemoramos la partida de Cristóbal Colón hacia el Descubrimiento en 1492. Una cita anual en la que abrimos una reflexión serena no sólo con aquello que compartimos con nuestros hermanos americanos, sino que en esta ocasión también nos adentramos en los desafíos que tenemos por delante para hacer frente al drama migratorio que estamos viviendo en estas islas.
Los canarios, cuando padecieron el caciquismo, la miseria y el hambre, se lanzaron al Atlántico para buscar una nueva vida en otros países. Pero nunca se sintieron exactamente extranjeros. Porque en Venezuela, en Cuba, en Argentina o en cualquier otra nación sudamericana a la que llegaron podían entenderse en su propia lengua y compartían con aquella gente una misma raíz.
Fuimos una nueva fuerza de trabajo que se insertó en las sociedades a las que llegamos. Y muchos canarios, aún manteniendo un vínculo sentimental con las islas, se hicieron ciudadanos de sus países de adopción.
Hoy vivimos un fenómeno migratorio que tiene al continente africano como protagonista. Y como en cualquier otro asunto nos enfrentamos a análisis sesgados, a posicionamientos políticos, a odios y a xenofobias. Voy a citar un espléndido trabajo de Hein de Haas, Los Mitos de la Migración, en el que desmonta muchas de las supuestas verdades que hemos aceptado.
Por ejemplo, no es verdad que exista hoy más migración que nunca en la historia de la humanidad. Hay más migrantes, pero si comparamos el aumento de personas que migran con el incremento de la población mundial no se ha producido un incremento porcentual de la población que se mueve entre países.
Quienes huyen del África subsahariana como migrantes irregulares se enfrentan a una travesía que pone en riesgo sus vidas. Y, si tienen éxito, llegan a un país del que desconocen su lengua y su cultura. Son extraños en lo que consideran un paraíso. El comportamiento de los canarios con estas personas ha sido admirable.
Hemos enfrentado, a veces en una terrible soledad, la tarea de salvarles, de acogerles, de atenderles sanitariamente. Lo hemos hecho con nuestros propios medios, a veces desbordados. Y nos hemos cansado de pedir ayuda a una Europa que padece sordera y a una administración central que nunca ha terminado de entender lo que pasa en Canarias.
La respuesta ante la migración africana no la puede dar una comunidad autónoma. Ni siquiera un solo país. Debe ser una decisión colectiva de la Unión Europea que se ha mostrado desunida y desconcertada, superada por las sucesivas crisis vividas en Siria, en África y en Ucrania.
Mientras tanto a los canarios, que fuimos emigrantes, nos toca arrimar el hombro y seguir gritando en el desierto para que se escuche la voz de quienes están atendiendo a duras penas a los que no tienen voz. A esos casi seis mil niños que cuidamos en las islas y de los que nadie se quiere hacer cargo.
Pero también hemos abierto los brazos para recibir a familias con raíces canarias, a descendientes de canarios, que han regresado a estas islas desde Cuba o Venezuela huyendo, como hicimos nosotros en su día, de la pobreza y de la ausencia de futuro.
Qué triste es tener que dejar tu casa. Qué pena vivir en un lugar donde ya no existe la libertad ni la posibilidad de tener una vida digna basada en un trabajo honrado.