Conocí a Álvaro “el de la autoescuela” a comienzos de 1988 como profesor de prácticas para obtener el carnet de conducir. Aparte de su acento berciano (parecido al gallego), me llamó la atención su tranquilidad al meterse en un coche con un absoluto novato y la alegría, la convicción y el optimismo con que se expresaba. Tal es así que después de repasar cómo se ponía en marcha el coche (aquel Opel Corsa blanco que pasaría a formar parte del “paisaje” de la villa capital), me dijo:”Bueno, vamos a subir a La Lomada, que tengo que llevar este sobre”. Ante mi cara de susto me dijo: “Tranquilo, que voy contigo”. No sé si apretó muchas veces los pedales bloqueando los míos, pero el caso es que, asombrosamente para mí, subimos y bajamos indemnes.
En una clase práctica, Álvaro era capaz de prevenirte sobre lo que debías hacer, de saludar educadamente a alguien que pasara por la acera, y de hablarte con pasión de sus últimas gestas aventureras. Así, cuando aparecía uno dudando si cruzar o seguir de largo, te decía: “Lo viste, ¿no?”. Si quería que giraras a derecha o izquierda, en vez de mandarte poner el intermitente le bastaba con un “Díselo”. Si le preguntabas si tropezarías con el coche de delante al hacer una maniobra de incorporación, te respondía: “¿Tú estás seguro de que sales?, y ya sabías lo que debías hacer. Es decir, indicaciones claras, precisas, tranquilizadoras, sin elevar la voz, como un buen docente que era.
Esa tranquilidad de Álvaro se volvía pasión cuando te relataba lo que había disfrutado en la últimas vacaciones con su compañera Paca practicando actividades que para un patoso como yo serían absolutamente temerarias, pero para él eran de un cierto riesgo controlado. Volar en ala delta confiando en no pegártela por un mal viento, sentir lo que supone circular a gran velocidad en una potente moto, surcar el mar en un bergantín como el pirata de Espronceda. “¡Una pasada!”, apostillaba al terminar cada relato para dar a entender lo que había disfrutado.
También se le veía feliz practicando durante largas horas e interpretando después con su grupo folkórico la flauta. Sentía la música y creo que disfrutaba mucho con ella, y no perdía oportunidad de compartir contigo sus progresos.
En su generosidad, Álvaro no dudó en hacer de perito mecánico automovilístico cuando le pedimos la valoración de tres coches de segunda mano para comprar. Su diagnóstico fue siempre certero, y tanto mi esposa como yo se lo agradecimos.
El Álvaro que a nada le temía se volvió medroso cuando su hija Nayra decidió practicar la apnea. “¡Coño, que es mi hija, Ignacio, y se está arriesgando mucho!”, vino a decirme un día.
Convertido por Nayra en abuelo, ese mismo cariño protector se lo ofrecía a su nieta África cada vez que podía disfrutar de ella. Según me cuenta desde la distancia su compañera Paca, esa era ahora su gran pasión. Pero, desgraciadamente, la muerte, injusta como tantas veces, se ha llevado en pocos días a este aventurero indómito, a este buen compañero, padre, abuelo y amigo que, como si supiera que no iba a llegar a anciano, quiso exprimir y disfrutar la vida al máximo.
Sirvan estas líneas de muestra de cariño hacia su familia y de gratitud hacia quien me enseñó a conducir. Descanse en paz.
José Ignacio Algueró Cuervo