Es difícil pensar que el destino de México y de Génova (Italia) estaban unidos por el hilo invisible del destino. Pero la historia se escribe con la pluma de los hombres y las mujeres, generalmente con la tinta de sus sangres. Y allí, en tierras italianas, nació el hombre llamado a viajar sobre el Atlántico para descubrir y someter con violencia un imperio indígena.
La Gomera está en medio de ese tránsito, de esa línea imaginaria que unía España con América. Conquistada por las armas y sometida su población aborigen ante una potencia militar tecnológicamente superior, nuestra isla fue, como toda Canarias, un lugar de paso, un refugio de avituallamiento en el tránsito hacia las tierras del nuevo mundo.
México es el país que hemos situado en horizonte de la 58 edición de las Jornadas Colombinas que comienzan mañana lunes, dedicadas a reflexionar y repensar nuestras relaciones con América. La cultura mexicana es tan universal que se encuentra incrustada en todas las sociedades del mundo. En la gastronomía, en la literatura o en la música es inevitable encontrar siempre la potente presencia de la cultura de ese hermoso país. Pero los lazos que nos unen con México van mucho más allá de las raíces que se hunden en la conquista del decadente imperio Maya y dan lugar al nacimiento de lo que sería después una gran nación soberana.
En la población mexicana de hoy es posible atisbar ese crisol de sangres y de culturas indígenas y españolas del que vienen. El actual presidente electo, Manuel López Obrador, tiene sus raíces familiares en Cantabria, en donde se radicó, a finales del siglo XIX, su bisabuelo, un guardia civil mallorquín. La sangre que ha viajado de un lado hacia el otro sobre el océano ha llevado los destinos de miles de personas desde tierras españolas a mexicanas y viceversa, haciendo crecer nuevas raíces. Pero si no fuera por esas razones, México está indisolublemente unido como país hermano al corazón de España porque fue allí donde se exiliaron los intelectuales y políticos republicanos españoles perseguidos tras el golpe de Estado del 36 que acabó con la Segunda República española. Fue México quien les abrió las puertas y los brazos. Quien los acogió y permitió que se formara un gobierno de la república en el exilio que intentó, sin éxito, mantener viva la llama de la libertad en una España en donde se había apagado.
Entre La Gomera y México existen también vínculos que van más allá del afecto o de la gratitud que debemos sentir por un país hermano. Compartimos la devoción por la Virgen de Nuestra Señora de Guadalupe, un culto religioso que tiene su origen en las tierras extremeñas y que se extendió después a través de toda la hispanidad. Y compartimos un hecho cultural insólito. En el valle de Oaxaca los habitantes indígenas de la zona se comunican de cerro en cerro, mediante el único lenguaje de montaña creado para vencer distancias en el mundo: el silbo. De igual forma que en el lenguaje ancestral de La Gomera, los indígenas mexicanos se expresan en su propia lengua desde una ladera a otra situada a kilómetros de distancia.
Al contrario que en el caso de nuestra Isla, el silbo mazateco se está muriendo en un mundo de teléfonos móviles e internet. No lo mata la tecnología, sino que desgraciadamente, se muere la gente que lo habla. Por eso hemos trabajado tanto en La Gomera para que los jóvenes hereden los conocimientos y la tradición ancestral de sus mayores, como la única manera de perpetuar la existencia del silbo en el tiempo.
Unidos por lazos de historia común, de sangres y de cultura, las jornadas colombinas de La Gomera estarán dedicadas a la presencia de México en nuestra vida pasada, presenta y futura. Este mes de septiembre, volveremos a encender el pebetero olímpico que se erigió en San sebastián de La Gomera en 1968, cuando la antorcha de los juegos mexicanos pasó por nuestra Isla. En aquellos juegos participó un atleta español nacido en nuestra isla, el boxeador Marcos Chinea. La llama que renacerá en este septiembre será un símbolo para todos de lo mucho que nos une con América y con la gran nación mexicana. Y un recordatorio, también, de que esa relación milenaria es una luz que alumbra los corazones de una gran nación que habla y piensa con un alma común. Una luz que no debemos permitir que se extinga.